viernes, 18 de abril de 2014

Nueva York: Nudos y líneas; la red (III) - Harlem-

Nueva York tiene sus propias fronteras, los límites que marcan el final de una "miniciudad" y el principio de otra dentro de la gran manzana. La gran urbe es única, pero está formada por pequeñas piezas de personalidad propia, de paisaje propio y de gentes propias. Muchas veces el cambio es repentino, como sucede al cruzar por la 125 para ingresar en Harlem
Después de visitar el campus de la Universidad de Columbia, en la 116, sigo hacia el Uptown. Poco a poco, la isla se estrecha para morir al norte, cerrada progresivamente por el este por Bronx. Antes de llegar a Harlem existe una zona neutra, una especie de terreno de nadie en el que se pierde cierta fuerza del Nueva York de los barrios con personalidad, como Little Italy, Chelsea, Chinatown o las Avenidas flanquedas por los rascacielos. Avanzo hacia Harlem por la interminable Broadway que, en este punto, se convierte en una ancha avenida flanqueada por edificios eclécticos y colmenas de una docena de pisos de altura al estilo de las grandes ciudades europeas. Sin embargo, a la altura de la calle 125 el panorama cambia y vuelven los edificios de ladrillo de cuatro o cinco pisos con escaleras de incendio e, incluso, los comercios que forman bajos alargados sin pisos por encima. Es otro territorio, es Harlem. En este barrio de presencia casi exclusiva de negros se reduce drásticamente la circulación de tráfico y el ritmo de vida se ralentiza, los habitantes se lo toman con más calma. Aquí se vive la calle, se pasea, se hace la compra y clientes y dependientes se conocen, charlan y bromean, con esa forma de bromear de los negros; voces, brazos a pasear, manos de contorsionista y muñeca lubricada e hilera de grandes dientes blancos, la risa como a borbotones. Y yo, aunque no me aclaro de nada, con unas ganas locas de meter baza por contagio pero aquí estoy meramente receptivo y me aguanto. Muy distinta a la atención cortés pero fría de los centros comerciales del centro. 
De vez en cuando, los edificios dejan sitio a parques o solares despejados, sin arboledas ni jardines tan bien cuidados como en Midtown pero con un gran pulso vital. En estos espacios existen muchas canchas de baloncesto o de béisbol enrejadas donde la chavalería juega entre gritos y risas mientras son observados por unos pocos y entusiastas espectadores.




En Harlem, muchos al solete.


En los momentos de descanso en la actividad, los comerciantes salen a la puerta de sus establecimientos y bromean entre ellos. En Midtown, la calle acoge el vértigo, la multitud de va de paso de un punto a otro, mientras que la vida social se reserva para la tarde noche en los animados locales. En algunas zonas de Harlem, la vida social está en la calle todo el día, unas calles tranquilas pero acogedoras. Hay cierto sabor genuino en los viejos comercios y locales, en los parques y calles repletos de negros, muchos de ellos de edad avanzada, que caminan dificultosamente con sus bolsas. 
Entro en un supermercado a hacer las compras. Lo llamo supermercado, pero este local obedece más al concepto de gigantesco almacén de abastos que incluye un puesto de comida para llevar. Multitud de bandejas con carne e innumerables salsas a elegir. Estados Unidos es el reino de las salsas, con una variedad que jamás he visto en Europa. Atiende una negra madura y grande. Me ve despistado pero es muy afable y se muestra paciente mientras elijo dubitativo la que será mi cena "indejótel". Hoy me pido pollo en tacos con salsa picante y algo de verdura, todo metido en un túper. Muchos hablan a voces de un lado al otro del pasillo, sin apenas moverse del sitio. Bromas entre clientes y entre clientes y empleados. En el comercio y en la calle se ve mucha gente vieja y envejecida. Una vez hecha la compra, salgo con hambre de aquél templo del buen rollo y almuerzo en una hamburguesería a cinco dólares la hamburguesa doble con bebida. No sé si será por la oferta, pero hay una pequeña cola y espero mientras observo un grupo de obreros con buzo de trabajo que come en una mesa. Me da por pensar si estos están todo el día dale que dale con la hamburguesa, si no prueban la verdura o el pescado ni de lejos y si pasan del “fast food” al “only burger food”. Una vuelta más de tuerca en el desafío por sobrevivir castigando al cuerpo con una dieta perfectamente insana y desequilibrada.
Me siento en uno de esos taburetes con mesa corrida junto al escaparate. Veo la calle y el trasiego de personas mientras me como mi súper hamburguesa. Pienso que es una muy buena parada antes de proseguir la excursión y que, en realidad, la ciudad entera ofrece parques, jardines y patios deliciosos para hacer una descanso y reponer fuerzas con un poco de comida “to go”. En Harlem la línea de metro discurre por la superficie desde la 123 hasta la 135, de hecho pasa por encima de la carretera y prácticamente a la altura de los bajos tejados gracias a enormes construcciones metálicas a modo de puentes de hierro que sujetan y elevan la línea de raíles y que dan fuerza y solidez al paisaje urbano. A la vista, son interminables puentes de hierro que atraviesan Broadway en canal. Arriba, la línea de metro sobre su lecho metálico; debajo una mediana justo bajo las vías y la carretera a un lado y a otro en ambos sentidos. El metro se convierte en un Guadiana que aparece y desaparece a lo largo de todo el barrio de casas viejas y fachadas repletas de graffitis.






Harlem, "territorio graffiti"



Los almacenes a pie de calle hacen las delicias del consumidor que busca gangas.



De compras
Quiero ir hasta Inwood, en el extremo norte de Manhattan por aquellos de llegar hasta las "esquinas", así que tomo el metro en la 125, una estación que se alza sobre un puente metálico. Me bajo en Dickman, la calle que limita el barrio por el sur. Acabo de llegar a una larga avenida repleta de tiendas y de latinos. 


Inwood es el apendice norte de Manhattan, flanqueado al sur por la Avenida Dickman. Increíble, todo lleno de comercios y tiendas de ropa y todos hablan castellano. Aquí preside la cultura choni. Los leggins son una de las prendas estrella que se exhiben en el exterior de las tiendas.  

Son los leggins embutidos en maniquíes de culos antigravitarios y exagerados. Esta calle es un puzzle de comercios de distinta factura, edificios bajos que son oficinas o almacenes comerciales con grandes carteles sobre las puertas que atraviesan la fachada de lado a lado, muchos de ellos en español; anuncian desde todo tipo de profesiones liberales hasta comercios de comida y, sobre todo de ropa. Colgadores y muestrarios invaden la acera en esta animada área suburbana.


Sabor latino en Dickman, oiga


Aprovecho la facilidad del idioma para entrar en una tienda de ropa. El dueño es Orlando, un dominicano muy dicharahero. Charlamos un buen rato y de muchas cosas mientras me pruebo unos Levi’s. Hay que hacer traslación de la talla, más o menos, diez números menos que la europea.
-¿O sea que allí los Levi’s cuestan 80 o 100 euros euros?- incrédulo.
-Sí, al cambio unos 120 dólares- calculo.
-¡Qué barbaridad! -exclama.
Le hablo de la estafa que supuso la unificación del euro, de la inflación encubierta y de la situación económica. Orlando dice que en Nueva York se puede vivir relativamente bien, uno abre un comercio y trabaja duro, pero sale adelante. Me asegura que no es necesario saber inglés y que se va aprendiendo poco a poco, aunque el conocimiento del inglés abre puertas para acceder a un mejor estatus social. La charla deriva a la política en términos de conversación de ascensor, sin llegar a hilar muy fino que digamos. “Aquí también los poderosos se lo quedan todo. La corrupción es igual en todas partes”, sentencia. Para él soy europeo y me habla de un cuñado suyo que estuvo recientemente de vacaciones en Italia. “Allá no venden hielo, oiga”, dice como aturdido. Es verdad. En el Estado español se ven cada vez más supermercados y gasolineras donde venden hielo y los locales tipo McDonald’s, ¡como no!, con sus surtidores de bebida “self service” incluidas cantidades industriales de hielo, pero nada como en Estados Unidos, que parece una inmensa máquina de hacer hielo, en grandes cubitos o despedazado a mano y servido en grandes bolsas a un dólar o incluso a 50 centavos. 
Estoy hablado muy a gusto con aquel hombre afable y, al mismo tiempo, muy contento de haber encontrado una tienda de ropa en la que poder entenderme, tan a gusto y tan contento que empiezo a cambiarme de pantalón ahí mismo, sin ir al probador. Como en familia, vaya. “Ejem, vaya al probador por favor”. Vuelve la mirada hacia el mostrador y me advierte. “La señora, la señora”. Claro, hay una dependienta en el mostrador, una señora oriental de sesenta para arriba. “Disculpe” y voy al probador.
Me decido, "me lo empaqueten" y pago a la señora, que me mira intrigada y, finalmente, me pregunta sorprendida a ver si soy policía. Yo a cuadros. Y ella: “Yes, yes. ¿Are you police?” Y señala mi camiseta negra del grupo The Police, con letras rojas. “Ah, no, no. Its a rock band. Music, music”, le respondo. “Ohhhh yeah”, exclama aliviada. Y yo pienso: "¿No conoce The Police, señora? Pues míreme aquí Police en vivo -gira 1983- con estética de la época y "jodéquetiempos". "Aaaah, vale".
Salgo de la tienda alegre y contento, en parte por la coña de The Police pero, sobre todo, por la compra; dos Levi’s y tres camisas, todo por 160 dólares, más dos pares de calcetines de regalo, gentileza de la casa.

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