sábado, 26 de abril de 2014

Nueva York: RedTejido, TejidoRojo, RedRojo

Pese a su tamaño, Nueva York es ciudad acogedora para el turista. Resulta muy cómoda para pasear, uno se desplaza fácilmente a cualquier punto, pronto se orienta y la intensa vida no llega a agobiar más que en momentos puntuales. Son los momentos en los que tienes que tomar decisiones rápidas en un contexto de ritmo vivo y con mucha gente a tu alrededor [ rojo ] Entonces respiras y decides que, por lo menos tú, te lo tienes que tomar con calma. Digo “por lo menos tú” porque cuando requieres la ayuda de un viandante no hay problemas, el neoyorquino es muy servicial hasta el punto de que yo, consultando el mapa en la calle simplemente para decidir a dónde ir, y se me acerca uno "aicanjelpyu?", pero cuando tienes que recabar información de alguien que está detrás de una ventanilla o mostrador, la cosa cambia. Tu torpeza y tu cara de memo suponen un obstáculo en el ritmo frenético del funcionario de turno (prácticamente todos negros y negras) quien, además de la premura que pueda tener a la hora de despachar al personal, seguramente está harto de su trabajo repetitivo y te atiende con indolencia. 
Así, la segunda mañana ingreso en Penn Station con el loable reto de informarme sobre las ofertas de billetes de metro y, naturalmente, elegir el más ventajoso para moverme más ancho que largo durante mi estancia en la ciudad [ tejido ] En mitad del mogollón, distingo un puesto de información y pienso que me resolverán el problema. Iluso. Primero que a ver qué tipo de tickets existen y me dice que “over there” y el puñetero dedito índice que señala hacia un lugar indeterminado al otro lado de la marea humana que discurre por el entramado de pasillos subterráneos. En el ovillo Penn Station, un usuario que conoce las instalaciones como la palma de su mano puede tardar diez minutos a paso ligero desde que baja por las escaleras hasta que llega a su línea. 
Bueno, pues miro receloso ese índice señalando vagamente hacia algún punto y allá que voy. Todavía me separarán de mi destino final hacia la adquisición del billete un par de índices más, un conato por mi parte de elevar el puño cerrado y extender el dedo corazón firme hacia arriba y otro par de explicaciones protocolarias a cargo del personal, ellos todo como muy de yanqui a yanqui, con las palabras muy rápidas y juntas saliendo de la boca. Es curioso cómo en estos menesteres salto con eso de “despacio por favor bicosaidonanderstand” pensando que voy a salir de mi propio estupor y, en ocasiones, lo único que logro es elevar mi estupidez a categoría de cátedra. Y es que cuando te hablan despacio y tampoco vale, ya casi queda como último recurso el-de-le-tre-o-sí-la-ba-a-sí-la-ba. Entonces no sabes si bajo esa supuesta parsimonia el que así te habla tiene cascada de paciencia y toda la voluntad del mundo o está a punto de aplastarte la cabeza con un mazo. 
Lo importante es que, por fin, consigo la hazaña de plantarme delante de una máquina expendedora. Ha sido un largo camino en el que he deambulado errático de un lado para otro pero aquí estoy, implacable en mi determinación de no salir de aquél agujero sin un billete en la manoTotal, que me entero de que un billete así “single” que vale por un viaje sale por 2,50 dólares y un Metro Card son 28 dólares. Este último es valedero por una semana y te montas cuantas veces quieras. ¡El de 28! imploro a la maquinita. Escupe la Metro Card, pedacito de felicidad azul y amarilla, válida para circular como “Pedro por su casa” durante toda mi estancia. Recojo el cartoncito y ya me siento libre para conquistar Manhattan con la Metro Card en la mano.


El metro descubierto a su paso por Harlem

Después de dos días, me muevo en el metro perfectamente, todas sus estaciones con los nombres de las calles, que son números. Y como los números son mucho más fáciles de recordar que los nombres, el uso del metro es muy cómodo. Parada en la 17 para transbordo en la 34 y de ahí, la línea que sigue por la Séptima hasta la 125 [red ]. Y ya estás en Harlem [ tejido ] Para marcar la dirección no utilizan los últimos destinos de cada extremo sino “Uptown” o “Downtown”, con lo cual uno solo tiene que saber si va al norte o al sur.
Aquí estoy a gusto porque, en todas las grandes ciudades, siempre he tenido la sensación de que controlar el metro es controlar la ciudad, moverse cómodamente por el subsuelo da seguridad para afrontar afuera la vida diaria del turista. Cuarto día y ya escribo lo siguiente:

Habituado a la gran manzana, ando ya a mordiscos con ella. Los lugares por los que paso varias veces, como las inmediaciones del hotel, ya se hacen reconocibles. La Penn Station, justo enfrente del hotel, es la estación de metro desde donde salgo y adonde llego por la noche (…) Ahora recuerdo como hace solo cuatro días andaba con pies de plomo, de ventanilla en ventanilla y de máquina en máquina, pobre de mí, sin papa de inglés e intentando sacar un ticket para una semana, casi de puntillas, todo aparatoso, torpe ante la despiadada máquina de sacar billetes y con miedo de hacer una cola de mil demonios. Ahora voy que parezco el rey del metro (…) Esa familiaridad se traslada a toda la ciudad


Desde lo alto del Empire State, los rascacielos parecen dardos que han quedado clavados según han caído, pero una visión de pájaro (GoogleMaps) ofrece una perfecta cuadrícula. Una red que forma un tejido rojo de vida 

Además del desplazamiento, pronto me habituaré a la mecánica de las comidas y las cenas. Prescindo de restaurantes. Pateo sin parar de sol a sol, desde la salida hasta la vuelta al hotel. El desayuno consiste en café aguado -en este país el café es deplorable- e hirviendo, servido en vaso largo de plástico con tapa y pequeña pestaña que se levanta para sorber la bebida. Normalmente, lo beben apresuradamente en la calle o en el metro mientras acuden al trabajo y se acompaña de hermosas magdalenas de chocolate o bizcocho con fresa o frambuesa. En mi calidad de turista, muchos días aprovecho para tomar el desayuno tranquilamente sentado en una cafetería de Penn Station antes de coger el metro. En ocasiones, lo tomo mientras me dirijo a mi destino, lo cual me permite aprovechar mejor la jornada. Un día veo un vaso tirado en el suelo con el contenido derramado en el pasillo del metro, "reciente víctima todavía caliente de las prisas en este recinto loco", pienso.
La comida no es un problema, hay chiringuitos hasta debajo de las piedras. Únicamente se trata de elegir un plato normalmente servido en barra y optar por el consumo “in here” con bandeja y a la mesa o “to go” y a la calle. 
En las cartas y menús junto al precio es habitual encontrarse la cantidad en calorías, en un intento de marcaje en corto a la obesidad. La primera vez que me fije en un plato y vi 500 y pico creí que eran dólares y casi me da algo. En la dieta abundan la hamburguesa, la pizza o la carne de pollo, cerdo y, en menor medida, ternera. Platos únicos con guarnición y bebida aparte, en formato “small”, “medium” o “large” y vasos de cartón. Se puede comer por entre los 3 y 5 dólares, aunque abundan los menús entre 6 y 10 dólares. El corte de “pizza by slice", importación de la “pizza al tagglio” romana para pagar y llevar, se puede encontrar a 0,99 dólares. Con dos porciones vas servido y sigues la marcha. Con respecto a la bebida, no quieras saber cómo me pongo a Coca Colas. Por supuesto, también pueden aprovecharse los puestos de hamburguesas y perritos a pie de calle, pero el perrito es pequeño y con bebida te puede salir por 3 y hasta 5 dólares. Sólo merece la pena como pequeño almuerzo a media mañana.
Para la cena siempre me llevo todo al hotel. Pronto descubro una calle más abajo un comercio “24 horas”. Se encuentra muy bien surtido, con self-service de comidas chinas, japonesas o vietnamitas, bandejas de sushi o platos precocinados, pequeño supermercado autoservicio con frutas y verduras y estanterías con bebidas. Por unos diez dólares te llevas suficiente cantidad para cenar. Las bebidas aparecen en gran variedad de tamaños, siempre con medidas en onzas (30 gramos la onza). La cerveza es barata, en unidades de 12, 18, 24 onzas, o en packs de seis; mucha Heineken, Coors, Stella Artois e invasión de la Budweiser, rubia con cuerpo que me gusta. Todas entre uno y dos dólares la unidad dependiendo del tamaño. 


Marcador de direcciones del metro. Downtown / Uptown. 
No olvidemos que Coco con su "arriba y abajo" es yanqui. Foto: wikipedia.org

Ya me encuentro parte integrante de esta gran masa. Me muevo cómodo y rápido entre calles numeradas. Estoy metido en un gran juego de barcos, disfrutando de los “tocado” o “hundido” mientras paseo plácidamente por los “agua”. La Quinta, la 42, la Bowery y las líneas 1, 3 o 6 del metro. Todo tan ordenado con sus números, todo tan práctico con su norte, sur, este y oeste. Todo tan placentero en esa RedTejido, TejidoRojo, RedRojo.

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