lunes, 24 de febrero de 2014

Postales (I): Haciendo el indio. [ Albuquerque. Nuevo México ]

Un millón de indios de 19 pueblos están confinados en diferentes reservas de Estados Unidos. Unos 2.000 se dedican al arte y artesanía. Existen Indian's Shop's, pero muchas de ellas regentadas por blancos. Hay que desconfiar, venden productos realizados por los indios, pero se los compran por un módico precio y en la tienda inflan los precios, por lo que al vendedor blanco le queda un amplio margen de beneficio. Si compras a los propios indios en sus puestos, los precios pueden ser hasta 20 veces más baratos, ellos ponen la tarifa y todo el beneficio es para ellos. Atienden muy amables y siempre queda el margen para una propina generosa. En Gallup (Nuevo México), centro neurálgico de la venta de arte indio, se colocan en un lateral del Restaurante Earl en plena 66 al oeste de la ciudad. Trabajan muy bien la plata y la turquesa.



viernes, 21 de febrero de 2014

La cosa de la seguridad (I)

Viajo a Nueva York. Llego prevenido al aeropuerto de Barajas en Madrid, de tal modo que, aunque sean las 8:00 de la mañana y apenas haya descabezado un sueñecito en los 470 kilómetros que separan Donostia (salida a las 00:30) del aeropuerto madrileño, uno tiene el ánimo vivo para soportar los rigores del marcaje en corto. Por un lado, el entusiasmo del viaje lo mitiga todo y, por otro, no hay más remedio que aguantar mientras uno piensa que la resignación en masa es el mejor antídoto ante cualquier conato de rebelión contra el sistema.
Total, que desde los altavoces ya se empieza a escuchar aquello de “Pasajeros con vuelo número tal con destino a Nueva York…”. Los avisos nos advierten de que pasemos ya por la zona de seguridad para que la cosa del toqueteo vaya ligera y el vuelo salga a tiempo, con lo cual pasamos de ser viajeros a especímenes perfectamente diferenciados del resto. Esto quiere decir que conviene llegar al aeropuerto dos horas y media antes de la hora señalada para el vuelo que, en este caso, sale a las 12:00. Es el precio por el hecho de osar romper la tranquilidad de los estadounidenses, que se creen dueños y señores de esta pelota que gira en mitad de la nada, y ocurrírsenos penetrar en su territorio que, desde 2001, tiene dos torres menos, las dos torres. Piezas importantes en el tablero internacional del ajedrez. Y lo irónico es que se echan las manos a la cabeza. Una semana más tarde de llegar a la ciudad veo el escenario de cerca (Zona Cero). Un solar de 200 metros cuadrados de desolación, la nada clamando a cielo abierto. Sí, tuvo que ser aparatoso y dramático. En un territorio que había sido un mar de seguridad, de repente, el impresionante choque de los pájaros metálicos contra aquellos gigantes imperturbables, el estallido, el estruendo. De pronto, el caos de sirenas, los movimientos desbocados y en todas direcciones y ver todas aquellas toneladas de metal cayendo con sus inquilinos dentro, el olor acre de la masa quemada, esa enorme masa de carne, cristal, metal, madera, plástico -y qué se yo qué más- violentamente entrelazados en su destino fatal. Y, entonces, los ciudadanos huyendo despavoridos entre unas calles invadidas por una inmensa nube creciente de polvo. Tanta seguridad y el cielo se cae encima. Pero ahí se cruza con rabia el recuerdo de otro 11-S, “sensu estricto", el perpetrado por los yanquis en 1973 cuando la fuerza del poder popular en Chile fue parada en seco por la dictadura de Pinochet. Fue ese periodo de terror inaugurado con el impactante asalto por tierra, aire -y mar en Valparaíso- y destrucción del Palacio de La Moneda donde Allende, Salvador de nombre y condición, cayó con toda la dignidad de la que careció su sucesor. Y ahí estaba devastadora la “mano firme” de Estados Unidos, esa “mano firme” cacareada por el dictador local, la "mano firme" que aplasta con siniestra frialdad, no dos torres, sino una nación entera. Implacable. También imagino la escena de aquellos días en Santiago y la mancha negra y ominosa extendiéndose con todo su hedor represivo por todo el país con sus 3.000 kilómetros de largo. Demoledor. Sigue la rueda apisonadora y en los noventa llega la “cruzada” contra Irak, una enorme lluvia de fuego caída del cielo. Los bebés, iraquíes ellos, que siguen naciendo sin cerebro 20 años después del ataque a su territorio como consecuencia del armamento estadounidense cargado de uranio empobrecido. La lista de los damnificados por la política exterior estadounidense es larga, muy larga. Pero todo depende de cómo se propaguen los dramas de cada cual. Y la propaganda es una maquinaria que se lubrica con dinero.
En fin, todo esto aflora en una rápida secuencia de imágenes en mi cerebro mientras ahí estamos los viajeros del vuelo “número tal” con destino a Nueva York, con la cosa de la seguridad a vueltas, pensando en la retroalimentación del ciclo acción-reacción-acción o causa-consecuencia-causa. En resumen, la historia de la historia. 
Voy a cruzar el charco y sigo emocionado a las puertas de semejante viaje, que vivo como un gran salto a través de un abismo de emoción. Y, al mismo tiempo, ahí están ellos, montando el numerito para que podamos franquear la “zona de seguridad”; a quitarse los cinturones, el calzado, los colgantes y, en algunos casos y en un rinconcito, los sujetadores; a vaciarse los bolsillos; a depositarlo todo en bandejas para el pertinente escaneado, el cacheo y las prisas al recogerlo todo. 
Las fronteras por tierra se franquean pero por aire se sobrevuelan. Por tierra cruzas después de identificarte, por aire te identificas después de cruzar. Y desde el 11-S allí se mira al cielo de otro modo. Así que el control empieza antes del despegue y para un pasajero hacia cualquier otro destino la “zona de seguridad” es la frontera real entre un territorio y otro, aparte de las medidas en el aeropuerto de llegada, pero para un viajero que vuele a Nueva York no, pues existe una requisitoria antes y otra después de ese paso a "zona de seguridad".

¿Dos meses? Es mucho tiempo
La requisitoria del "antes" la sufro en el mostrador de facturación. Todos los pasajeros son identificados con el “áidi” (pasaporte) y los billetes de ida y vuelta. Le muestro el billete a una funcionaria oriental que tiene acento inglés y, al rato, se me acerca, yo todavía en la cola. “¿Usted va a Estados Unidos por dos meses?”. “Sí”, le contesto precavido. “Es mucho tiempo”. Y a continuación: “¿Va por motivos de trabajo?”. “No, vacaciones”. Silencio. ¿Puede acompañarme? La sigo unos metros, lo justo para separarme de la cola. ¿Puede abrir su maleta? “Sí, claro”. La ojea por encima. “Está bien”. La cierro. “¿Lleva algo que no sea suyo en el equipaje?”. Yo, cara de idiota. “No”. “Está bien, espere un momento”. Y se dirige a una operaria en el mostrador de facturación. Hablan un momento y vuelve. “Puede volver a la cola, gracias”. Me da la documentación y vuelvo a la cola. Llega mi turno y, mientras cumplimento el protocolo, recelo pensando en qué instrucciones habrá recibido la operaria. Todo va bien. Ella se muestra simpática y factura la maleta. Respiro. 
Después de pasar por la zona de seguridad, cada uno a su destino. Otra vez los altavoces con el “Pasajeros a Nueva York…”, esta vez para indicarnos que nos apresuremos porque frente a la puerta de embarque hemos de pasar otro control. La requisitoria del "después". Pasaporte y visado electrónico en mano. Llega una funcionaria que, con amplia sonrisa, nos dice que podemos ser sometidos a un protocolo especial de medidas de seguridad y si estamos dispuestos. Nadie explica en qué consiste ese protocolo, si es ponerse en pelotas y hacer el pino o someterse a un interrogatorio. ¿Y si no estás dispuesto? Media vuelta.
Ante la alternativa de discutir para nada o de darme la vuelta y quedarme en casa, acepto el reto. Así que, a unos metros de la puerta de embarque, venga otra vez con el calzado, los bolsillos, la mochila, el escáner y manos arriba con el cacheo. Llego al avión aliviado aunque sin estar del todo seguro de que de debajo del asiento no salga alguien uniformado preguntándome que a ver qué carajo escondo en la tablet. Pienso si soy un exagerado y finalmente decido que su miedo es exagerado.

JFK, hora y media de tour
Lo peor ya ha pasado, pero en JFK nos espera una hora y media de estancia. Los pasajeros se distribuyen en tres filas; business y residentes, muy ligeras ambas, y visitantes; interminable, lenta y pesada. La larguísima espera frente a las cabinas de salida se alimenta de pasajeros procedentes de varios vuelos. Simpático el funcionario de seguridad que me toca en suerte, un negro rotundo y de sonrisa reluciente “queaversinoseponedepieparahacersombra”, sentado tras la cristalera de su cabina, la número cuarentaitantos. “Hello, sir. Your ID please?”. Mira el papeleo. “Do you stay in iunaitesteits for two months?”. “Yes, coast to coast”, le respondo mientras pienso que vuelta a tocar las narices con lo de los dos meses y encima en inglés, que yo ni jota y ya puedo ir haciéndome a la idea. Sin embargo, “Oooh, nice”, se admira. Es protocolo someterse a la prueba de la pupila, así que me señala al aparatito “please, sir” y arrimo el ojo izquierdo a la pequeña bola metálica “miniluz” con una pantalla delante. Una “miniluz” que despide un leve rayito incidente directo al ojo, aparentemente inofensivo. ¿Se trata de una identificación similar a la de las huellas digitales? ¿consiste en medir el grado de nerviosismo del viajero en función de la mayor o menor dilatación de la pupila? ¿es este funcionario sonriente un "blade runner" a la caza del replicante?
Con todo, si hablamos de un ciudadano no estadounidense, los peores problemas con los yanquis no vendrán cuando cruzas a su territorio sino cuando ellos meten las narices en el tuyo, de modo que no me flagelo que, para flagelo, ya tuve uno cuando era espermatozoide.
El caso es que el negro de sonrisa reluciente cumplimenta y, para mi tranquilidad, me salta “Have a nice stay in iunaitesteits”. Yo “Thanks” y todo solventado. Queda un último control ya con la maleta y frente a un funcionario aburrido que da paso de forma relajada a los viajeros hacia la salida. Aquí todo muy fluido. Yo ya relajado también, salgo del aeropuerto entre el barullo de usuarios. Veo trajín y abro bien los ojos a la salida del aeropuerto. Destino Manhattan.

jueves, 13 de febrero de 2014

Gracias compañero

Llego al aeropuerto de Tucson (Arizona) a las 9:00 horas de una soleada mañana de diciembre. Aquí dejaré el Chevrolet Aveo que me ha acompañado durante los últimos 40 días por las carreteras de Estados Unidos. Cuando salí con él desde el garaje de la compañía de alquiler de coches El Álamo, en Manhattan, olía a nuevo. Pequeño y valiente coche gris plateado. Tan pequeño que la maleta no cabía en el maletero y la tenía que llevar en el asiento de atrás, pero con una cabina lo suficientemente espaciosa como para conducir despanzurrado y cómodo con mi 1.85 de estatura. Entonces, el cuentakilómetros marcaba 2.104 millas. Ahora miro el mismo marcador, el disco de la derecha salta por última vez, del 1 al 2. Son 11.632 millas. He recorrido unos 15.000 kilómetros, en cifra redonda, y quince estados de costa a costa en un viaje formidable. Penetro en el aparcamiento cubierto del aeropuerto donde aparecen en fila india los carteles de todas las compañías de coches de alquiler. Leo El Álamo, mi destino, aparco junto a la cabina y abandono el automóvil. Está reluciente. De víspera lo he llevado a un servicio de lavado, donde me han cobrado 20 dólares por limpiarlo a conciencia por fuera y por dentro. Por dentro, ay, por dentro aquello era el caos. 
Es un momento emotivo. Cuando pasas muchos buenos ratos, largos e intensos, quizá los mejores, junto a la máquina, es inevitable crear un vínculo sentimental con ella,  “humanizarla” de alguna manera. Ahí lo miro, sus faros alargados son fieros ojos de gesto decidido. 
Automático, él se preocupaba de todo, de renquear en las subidas y forzar el motor hasta cambiar de marcha, de llevarme suavemente en los perfiles llanos, de rodar infatigable a través de las enormes rectas de hasta 50 kilómetros en Oklahoma, Nuevo Mexico o Arizona, de soportar hasta diez grados bajo cero o de hacer girar incansablemente las cubiertas desnudas al contacto con el asfalto helado de las Montañas Wichita. Hasta que lo calcé, pobre, con cadenas para hacerle más llevadera la fatigosa subida por el duro, gélido, blanco y brillante firme en el último tramo de la excursión a través del Parque de las Sequoias. Mi Chevrolet, avanzando empecinadamente bajo aquellos impasibles gigantes milenarios. Yo sólo me preocupaba de aco(mo)darme bien y conducir grandes tramos con una mano. Y la mente libre, volando al tiempo que él volaba sobre el asfalto.
Ahora, la cordialidad del empleado que lo recoge no está exenta de cierta indiferencia. Es su trabajo, pienso. Aparcará decenas de coches en una jornada laboral. En toda su trayectoria puede que hayan sido cientos o miles. Y llega mi Chevrolet. Uno más para él, pero no para mí. Le entrego las llaves como si le entregara un pedazo de mi alma. Me beso la palma de la mano y la apoyo suavemente sobre el capó. Gracias compañero. 
Me voy con nostalgia, melancolía porque me despido de mi fiel guía de metal brillante y, en breve, de este maravilloso viaje. Vuelo a San Francisco para permanecer durante cinco días en una de las perlas más brillantes iluminadas por el magnífico sol de California. En SF, una vez más echaré de menos a mi Chevrolet y será en mi visita a la calle Lombard, famosa por las ocho curvas cerradas en bajada en tan sólo 400 metros de recorrido. Subo por la acera y pienso que me hubiera gustado cruzar calle abajo las ocho curvas del demonio con mi Chevrolet, pequeño y manejable. Seguramente, ahora estará sirviendo a otro dueño, conociendo más mundo, quién sabe si de vuelta a cualquiera de los puntos que ya ha visitado conmigo o sufriendo los rigores del invierno en Dakota o Michigan o gozando del cálido clima de Florida. Aquí, en el momento de dejar mi caballo de cuatro ruedas, comienza la evocación del viaje.
De nuevo, gracias compañero.