viernes, 31 de octubre de 2014

Halloween en Manhattan

Y llega Halloween. Desde hace varios días, los comercios de la ciudad engalanan sus escaparates con los más estrafalarios motivos. Presiden las calaveras y los esqueletos con sus más variados complementos y disfraces de todo tipo embalados en sus cajas vuelan literalmente de las tiendas. La oferta es tan variada que incluye princesas, ángeles y superhéroes. Drácula se impone sobre el devaluado Frankenstein y las brujas siguen siendo un clásico en esta tierra de caza de brujas, donde el conocimiento de la naturaleza por parte de las mujeres crea la figura de bruja en una de las formas satanizadas. Una más de la interminable hilera de miedos y precauciones de los yanquis.

Las tiendas aparecen repletas de gente en busca de su disfraz.
O disfraz para regalar.

Sin embargo, la celebración de Halloween, lejos de despertar horrores sacados de la chistera, es festiva, carnavalesca e incluye profusión de disfraces por las calles, escaparates y espacios callejeros adyacentes invadidos por muñecos y estatuas góticas o de diseño provocador, medievales o modernas. Pelucas, capas, maquillaje en rojo y negro y faldas góticas fatales. No solo comercios o calles. La fiebre lúdico-terrorífica alcanza espacios interiores como el Mercado de Chelsea o Trinity Church. Los dos los visito el mismo día, junto antes y después de pasar por la Zona Cero. Ironías.
31 de octubre ¡La víspera! El “sarao” me pilla en el sur de Manhattan. El mercado de Chelsea es una galería bastante larga atravesada por dos calles y que esta formada por paredes de madera negra, muy al estilo tradicional británico. Su condición de túnel y su clima oscuro, con todo tipo de comercios a los lados, resultan ideales para la celebración de Halloween. Hay mucha vida y Chelsea se ha convertido por unos días en un pequeño agujero de los horrores con rincones donde se mueven figuras mecánicas o muñecos fantasmagóricos elevan sus blancas y vaporosas vestimentas, empujados por cañones de aire. Prolifera la decoración tétrica y morbosa a un lado y otro del túnel, junto a los puestos exteriores de los comercios, lámparas rojas en el ambiente tenue y hasta una calabaza con luz interior en el que se refleja el rostro de Poe, el gran autor estadounidense de gesto atormentado. Personajes siniestros avanzan sobre zancos con paso grotesco mientras los niños ríen nerviosamente y se esconden detrás de sus padres para mirar desde lugar seguro, sin querer huir definitivamente. Sufro el ataque de uno de estos monstruos. No puedo seguir filmando. 
Es la teatralización del miedo, la exageración en las maneras, la propia interpretación del terror, con sus clichés y estereotipos, en aras de invertirlo hacia la pura diversión y espectáculo. Estoy encantado.



El mercado de Chelsea se constituye en improvisada galería de los horrores


Trinity Church
Entre la Zona Cero y Battery Park, en el extremo sur de Manhattan, se encuentra la iglesia Trinity Church. http:/ www.guiadenuevayork.com/trinity-church. Anochece.
Desde la calle, el acceso es atrayente. Se trata de una pequeña iglesia de piedra negra, espigada y de fachada irregular, rematada en bóveda cónicas que le dan un aire inquietante. La entrada se realiza a través de un pequeño arco, tras el cual hay que subir unas pocas escaleras estrechas que finalizan en un pórtico. Su interior es alto y oscuro y, junto a las naves y el altar, se extiende una edificación anexa con varias salas repartidas de un modo un tanto laberíntico. En una de las naves, ya cerca de la salida, se agrupan los devotos en torno a un refrectorio repleto de velas y de un sinfín de papelitos estilo “post-it” pegados unos junto a otros. 
La nave lateral opuesta de esta curiosa y atrayente iglesia desemboca en un cementerio vallado. El camposanto es un reducto de tranquilidad rodeado por las calles Trinity Place, Broadway, Rector y Cedar, muy cerca de Wall Street. Se trata de un espacio pequeño y sombrío con varios caminos, bancos y unos pocos árboles, un jardín cubierto de lápidas grises y verticales, de punta redondeada, clavadas en el suelo y sin losa, al estilo de los cementerios yanquis. Están repartidas de forma irregular. Paseo por entre los muertos a través de la pequeña red de caminos, en los que hay bancos para sentarse. Hoy, el lugar está tomado por familias y grupos de amigos, todos disfrazados, con los niños correteando por ahí. 
En este espacio, no existen Drácula, Frankenstein o el hombre lobo, que quedan aislados, desaparecidos en sus reducidos espacios del ominoso ataúd, el laboratorio o el bosque de medianoche, esos verdaderos y oscuros objetos del deseo, esos escenarios donde brotan los cosquilleos interiores a través del terror. Lástima, su ausencia. Aquí, simplemente, puedes encontrar niños disfrazados de ángeles, militares o princesas en un tono jocoso que aparta los terrores monstruosos y románticos en aras del jugueteo superficial. Muerden caramelos gigantes mientras corretean. 



Proyección de "Doctor Jekyll" (1920) en Trinity Church,
con órgano en directo incluido. En el exterior, un camposanto repleto de vida.

Salgo de la iglesia cuando aparece la perla, un cartel en la valla exterior que anuncia a las nueve “o’clock”, dentro de la propia iglesia, de la proyección de Doctor Jekyll, película muda de 1920. Y lo mejor, música de órgano en directo. Son las siete y media y decido dar una vuelta por los alrededores para hacer tiempo. Paseo por entre los rascacielos de Wall Street (donde se fabrican los verdaderos terrores) y vuelvo a Trinity Church.
Regreso puntual al recinto sagrado que se encuentra prácticamente lleno. Los bancos corridos tienen base almohadilla de terciopelo rojo, perfectos para soportar la proyección. Delante y a la izquierda del altar se eleva un improvisado panel en blanco y, a su lado, el órgano y un enorme candelabro con velas encendidas. Los espectadores se acomodan y aparece el organista, ataviado con una capa negra y un sombrero de copa. Aplausos y gritos lo reciben y él se inclina ante el respetable. Comienza la proyección, que se desarrolla con las imágenes acompañadas del penetrante sonido del órgano que invade con su eco creciente este lugar de culto, hoy culto para el arte y el terror. Fascinado por la proyección pero, sobre todo, por el potente y solemne sonido del órgano y por el ambiente en aquel curioso templo pienso que, de algún modo, estoy compensando adecuadamente el haberme perdido la edición de este año de la Semana Fantástica y de Terror de Donostia.
Al final de la función, todos se ponen de pie y aclaman al organista. En fin, qué decir. Me encuentro en una pequeña iglesia de ambiente sugestivo convertida en sala de cine, con gritos y aplausos incluidos. Me siento como un niño.







jueves, 16 de octubre de 2014

Postales (XI): Atopía [ Grand Central Terminal ]



En esta “atopía”, en este “no lugar”, en este “no destino” sino transición de destinos, la mente está lejos o cerca de aquí, pero siempre lleva afuera. La obligación de pasar por aquí convierte la estación en una jaula con dos puertas abiertas, una de entrada y otra de salida. Mientras, sólo existe el mero cumplimiento de un trámite.
Sin embargo, mi curiosidad rompe el “no lugar” para convertirlo en “lugar”. Ahora, la Grand Central Terminal es un destino de visita en sí mismo y decido subir las escaleras que conducen al restaurante y ganar unos metros de perspectiva. Frente a mi lucen los tres grandes ventanales rematados en arco con las tres grandes cifras que rememoran el centenario de la construcción del edificio sobre la vieja estación, en 1913.
La terraza a media altura constituye una interesante atalaya desde la cual se pueden observar con calma las pequeñas historias que confluyen en este cruce de caminos; deambulan viajeros que esperan al tren o a otros viajeros, unos nerviosos, otros relajados y otros cuantos se convierten en fantasmas agitados por el tiempo. Algunos acuden con prisa a adquirir el billete, otros se encuentran, un beso corto y salen juntos; o un beso más largo, un abrazo, retenidos el uno al otro en un doloroso no querer despedirse; o un par de corros, foráneos desubicados en busca de información en los paneles o que cruzan de un lado a otro hasta dar con la ventanilla que les corresponde; otros se mueven como flechas, peces en el agua. 
Todos coinciden en este pestañeo de la vida, en este intervalo entre latidos y la mayoría se cruzan, se rozan, quizá por única vez en sus vidas, apenas sin mirarse y sin reparar en que quizá hubieran podido ser grandes amigos o, quizá, grandes amantes. Porque quién sabe... Pero no hay tiempo. La tiranía del reloj no se detiene. Y cuando cae la noche, este espacio cerrado construye su propio firmamento nocturno y el techo aparece decorado con estrellas y constelaciones. Entonces, la Grand Central cierra un perfecto círculo de 24 horas sin descansar. Existe un mundo aquí, pero nada estable aquí, en este templo de lo fugaz. Todo fuera.

domingo, 12 de octubre de 2014

La 42. Una flecha de este a oeste

Las roads movies y, en general, el desfile de películas yanquis que he visto desde que tengo uso de razón son las responsables de mi deseo por viajar a Estados Unidos, a aquel territorio tan vasto y magnífico que hacía (re)lucir el celuloide. La servidumbre de esa colonización cultural a cargo del cine me lleva a dirigirme a Hell’s Kitchen, en la zona oeste de la 42. Es el barrio en  el que viven los protagonistas de “Sleepers”, los cuatro adolescentes que cometen un homicidio involuntario y que acaban en un escalofriante correccional. Me alejo de los rascacielos para llegar a los muelles del Hudson a través de este barrio de aire suburbial con casas bajas, zonas despejadas y viejos edificios que albergan grandes almacenes en las proximidades de las dársenas. Una vez llegado al puerto, el río Hudson establece el límite oeste de Manhattan, más allá del cual se asienta Nueva Jersey, que ofrece un paisaje insulso.
Vuelvo sobre mis pasos para atravesar la isla de oeste a este por la 42, una ruta que ofrece los suficientes atractivos como pasar el día descubriendo la calle y sus alrededores. La ruta es una flecha que atraviesa Manhattan de oeste a este, desde Hell’s Kitchen hasta la imponente sede de la ONU.
Al comenzar el paseo de oeste a este, conviene desviarse a la calle 40. La estación de autobuses ofrece una visón espectacular desde la Novena, con sus pasos voladizos por los que los autobuses penetran en ese gigante metálico de aspecto destartalado que se alza varios pisos. Desde el otro lado, parece un monstruo de hierro de piel retorcida que deja entrever su interior. Este interior es enorme, poco iluminado, viejo pero limpio y unas escaleras mecánicas conducen a la planta superior, un tanto oscura y que alberga varios comercios y una gran cafetería para tomar algo y distraer la aburrida e impaciente espera del viajero. El acceso a las dársenas está prohibido excepto para quien se dispone a montar en los autobuses y la gente espera en diferentes colas, cada usuario frente a su puerta de acceso correspondiente.


El incesante ritmo de entrada y salida de autobuses marca el ritmo diario de este nudo de conexión entre NuevaYork y el resto del país

Grand Central Terminal
Vuelvo a la 42 y más allá de su confluencia con Park Avenue, recién dejado el Parque Bryant, se sitúa Grand Central Terminal, la formidable estación de tren con un inmenso vestíbulo de mármol donde los viajeros se arremolinan alrededor de los paneles informativos y de las taquillas con rejilla de hierro que conservan el aire centenario del emplazamiento. Desde la entrada principal, al fondo se encuentra el acceso a los andenes de este gigante pétreo, la mayor estación de trenes del mundo. A derecha e izquierda, cuatro grandes arcos (dos a cada lado) dan acceso a los pasillos de salida por las cuatro esquinas del vestíbulo. En uno de los laterales, unas escaleras dirigen hacia un piso intermedio donde se sitúa una cafetería con una terraza y, al lado, un espacio similar a una feria de muestras en miniatura de actividad irregular. En uno de los puestos se encuentra Apple, la manzana mordida. Inevitable e irresistible al mismo tiempo, pienso. 
La salida hacia la 42 se realiza a través de un gran mercado y, en su lado norte, la estación aparece flanqueada por el MetLife, uno de los edificios más reconocibles de la Gran Manzana y que sirve de referencia para acudir a la estación por su visibilidad, especialmente para los que avanzan desde el norte de la isla por Park Avenue. El paso a los andenes marca un notable cambio del paisaje; se accede a las terminales desde las cuales comienzan en hilera las rectas vías en un espacio soterrado y viejo. La elegancia del gran vestíbulo y el hormigueo en los túneles luminosos de salida a Park Avenue y Depew dan paso al ambiente decadente de los andenes en este lugar amplio de sólidas paredes, opaco, hermético e iluminado por neones blanco amarillentos. Aquí me vienen a la mente escenas de unas cuántas películas como en un pase de diapositivas. Recuerdo especialmente la incursión a través de las vías de Otis, el sicario del megalómano villano de “Superman”, Lex Luthor, que avanza seguido por un policía hacia la guarida de su jefe. Lo cierto es que no se me ocurre mejor punto de acceso hacia el escondrijo oculto de Luthor desde el bullicioso exterior de la ciudad.
Observo los andenes, que presentan una inusitada tranquilidad en contraste con el movimiento incesante que se produce en el gigantesco vestíbulo. Imagino que la “invasión” de viajeros llega por oleadas. La rapidez de la ciudad, el control exacto del tiempo marcado por la rutina, llegada con el tiempo medido al minuto, las urgencias, al tren de un salto, la salida y la llegada sorteándose unos a otros, un minuto frenético… y de nuevo el silencio hasta otra nueva llegada o partida. Antes de abandonar los andenes miro a lo lejos, donde las vías desaparecen bajo los negros túneles y me pregunto que nuevos planes contra la humanidad estará tramando, ahí en algún sótano cercano, Lex Luthor.



En la Grand Central Terminal contrasta el elegante encanto del vestíbulo de mármol con los andenes de paredes de piedra musgosa y desconchada

Bajo la entrada principal, el primer arco a la izquierda conduce al interior del magnífico mercado. Mucha vida en este recinto amplio y luminoso. Las voces me rodean y cazo al aire palabras sueltas con ese acento tan líquido y vehemente del inglés estadounidense. “Jiaar, tuenifooorrr, alaikit yyeeaaa, jerigouuuu”. En próximos días se convertirá en uno de mis puntos de aprovisionamiento de comida y pienso en todo lo que me llevaría si dispusiera de una cocina. La enorme variedad de ofertas es un reflejo de la variedad étnica de la ciudad, una ciudad cuyo origen queda engullido por la multitud de orígenes de sus habitantes, un mapa lleno de destellos de diferentes colores y tonalidades. (Ad)miro el mercado. Apabulla tanto producto ofrecido a la venta a través de los limpios mostradores de cristal impoluto y cuesta decidirse. Encuentro un pequeño templo del queso y todo lo demás desaparece. Ya tengo picoteo para el hotel.


El mercado anexo a la Grand Central Terminal es un oasis gastronómico

Salgo a las calles de Manhattan para seguir avanzando por la 42. Sigo mi ruta hacia el este y cuatro calles más allá de la Gran Terminal acaba la calle, rematada por el gran edificio de la ONU, sede del gran árbitro mundial que se deja manipular por los mecanismos que dan vida al gigante imperialista yanqui. Ondean decenas de banderas. El gran edificio y el enorme espacio abierto vallado que lo rodea lucen con un aire de solemnidad que me repugna. Pocas veces he observado semejante distancia entre lo que algo simboliza y la cruda realidad. La sociedad de naciones, piedra angular de la intermediación supranacional y, en realidad, tan sometida a la política dominadora estadounidense. Paseo por el exterior, a este lado de la valla. Una amiga me ha recomendado entrar al vestíbulo y dejarse envolver por su aire de solemnidad, pero tanta hipocresía me puede. Llego a la puerta principal, pero me doy la vuelta para volver a penetrar, a través de la 47, en la enorme tripa metálica vuelta hacia el cielo.

jueves, 11 de septiembre de 2014

11-S. El terror.

La historia de Estados Unidos es la historia de un poder que se ha agigantado progresivamente alimentando el miedo a los ciudadanos. Ese miedo legitima la seguridad y el control por parte del poder. El estado dice: “Yo os protejo de vuestros fantasmas y os prometo seguridad”. Seguridad es control y control es falta de libertad. Como digo, seguridad y control legitimados a través del miedo.
Hoy es 11 de setiembre. Este día quiero recuperar una parte del texto que escribí en mi primera entrada de este mismo blog. A cuenta de la seguridad en los vuelos a Nueva York después del 11-S:

Viajo a Nueva York. Llego prevenido al aeropuerto de Barajas en Madrid, de tal modo que, aunque sean las 8:00 de la mañana y apenas haya descabezado un sueñecito en los 470 kilómetros que separan Donostia (salida a las 00:30) del aeropuerto madrileño, uno tiene el ánimo vivo para soportar los rigores del marcaje en corto. Por un lado, el entusiasmo del viaje lo mitiga todo y, por otro, no hay más remedio que aguantar mientras uno piensa que la resignación en masa es el mejor antídoto ante cualquier conato de rebelión contra el sistema.
Total, que desde los altavoces ya se empieza a escuchar aquello de “Pasajeros con vuelo número tal con destino a Nueva York…”. Los avisos nos advierten de que pasemos ya por la zona de seguridad para que la cosa del toqueteo vaya ligera y el vuelo salga a tiempo, con lo cual pasamos de ser viajeros a especímenes perfectamente diferenciados del resto. Esto quiere decir que conviene llegar al aeropuerto dos horas y media antes de la hora señalada para el vuelo que, en este caso, sale a las 12:00. Es el precio por el hecho de osar romper la tranquilidad de los estadounidenses, que se creen dueños y señores de esta pelota que gira en mitad de la nada, y ocurrírsenos penetrar en su territorio que, desde 2001, tiene dos torres menos, las dos torres. Piezas importantes en el tablero internacional del ajedrez. Y lo irónico es que se echan las manos a la cabeza. Una semana más tarde de llegar a la ciudad veo el escenario de cerca (Zona Cero). Un solar de 200 metros cuadrados de desolación, la nada clamando a cielo abierto. Sí, tuvo que ser aparatoso y dramático. En un territorio que había sido un mar de seguridad, de repente, el impresionante choque de los pájaros metálicos contra aquellos gigantes imperturbables, el estallido, el estruendo. De pronto, el caos de sirenas, los movimientos desbocados y en todas direcciones y ver todas aquellas toneladas de metal cayendo con sus inquilinos dentro, el olor acre de la masa quemada, esa enorme masa de carne, cristal, metal, madera, plástico -y qué se yo qué más- violentamente entrelazados en su destino fatal. Y, entonces, los ciudadanos huyendo despavoridos entre unas calles invadidas por una inmensa nube creciente de polvo. Tanta seguridad y el cielo se cae encima. Pero ahí se cruza con rabia el recuerdo de otro 11-S, “sensu estricto", el perpetrado por los yanquis en 1973 cuando la fuerza del poder popular en Chile fue parada en seco por la dictadura de Pinochet. Fue ese periodo de terror inaugurado con el impactante asalto por tierra, aire -y mar en Valparaíso- y destrucción del Palacio de La Moneda donde Allende, Salvador de nombre y condición, cayó con toda la dignidad de la que careció su sucesor. Y ahí estaba devastadora la “mano firme” de Estados Unidos, esa “mano firme” cacareada por el dictador local, la "mano firme" que aplasta con siniestra frialdad, no dos torres, sino una nación entera. Implacable. También imagino la escena de aquellos días en Santiago y la mancha negra y ominosa extendiéndose con todo su hedor represivo por todo el país con sus 3.000 kilómetros de largo. Demoledor. Sigue la rueda apisonadora y en los noventa llega la “cruzada” contra Irak, una enorme lluvia de fuego caída del cielo. Los bebés, iraquíes ellos, que siguen naciendo sin cerebro 20 años después del ataque a su territorio como consecuencia del armamento estadounidense cargado de uranio empobrecido. La lista de los damnificados por la política exterior estadounidense es larga, muy larga. Pero todo depende de cómo se propaguen los dramas de cada cual. Y la propaganda es una maquinaria que se lubrica con dinero.



El solar de la Zona Cero. En el centro de la imagen, la entrada soterrada


El lugar donde se erigían las dos torres del World Trade Center



Rebobino hacia adelante para situarme en Neva York en el cuarto día de mi estancia en la Gran Manzana. Visito la Zona Cero -sublimación para los locales del terror por antonomasia- que resulta ser una inmensa torre de silencio y solemnidad en el que todavía colea el escalofrío medular que les produjo la entrada de los monstruos en su propia casa. Esta es, precisamente, una visita que realizo justo en la víspera de Halloween, fecha en la cual los yanquis trivializan con el miedo en forma de alegres saraos con disfraces al uso (el episodio que viví en el cementerio y en el interior de Trinity Church merecerá capítulo aparte en la próxima entrega). 
Uno se acerca a los restos del World Trade Center casi de puntillas. Impresiona el aire de gravedad que conserva la zona, donde se proyecta un espacio para el ocio y el comercio que esta construyéndose justo donde se ubicaban las Torres gemelas y que estaba previsto inaugurar en 2014. http://www.nuevayork.net/world-trade-center. La vuelta sin retorno la representa la entrada por un túnel hacia un inmenso espacio soterrado a modo de una gran galería espaciosa con paredes y techos blancos, inmaculados, con enormes paredes áureas cuya blancura sólo es rota por paneles de diseño simple y mensaje directo haciendo referencia a la tragedia en forma de nombres y números. Pasado ese trance, llega la salida a un exterior que bordea el solar sin que se pueda verlo. El visitante es conducido a través del vallado a un exterior despejado y desierto, de ambiente desolado y pesado, en el que las patrullas de policía advierten cuando se traspasa la zona vedada. Un muro que marca las fronteras infranqueables. 
Avanzo por el acceso minuciosamente marcado hasta rodear la Zona Cero sin verla y llego hasta un emplazamiento que presenta cierto bullicio y en el que se sitúa un pequeño edificio en el que se ubica la taquilla para pagar la entrada al solar.
En este punto, el visitante tiene que pagar 17 dólares para acceder al circuito, el círculo que rodea el solar que dejaron las Torres Gemelas. La taquillera me informa: “17 pouns”. Primero dudo y luego pregunto: ¿A qué va destinado ese dinero? Ella responde melancólicamente: “A las familias de los muertos en el ataque”. 
Me niego a pagar ese dinero y me despido de forma decidida y sin ver el solar. Rechazo el hecho de que uno tenga que verse obligado a subvencionar a unas víctimas y a otras no. Los estadounidenses tienen por lo menos la oportunidad de dignificar la memoria de sus muertos como les parezca, pero otro no tienen ni siquiera eso y se tienen que limitar a seguir su vida con el dolor de las pérdidas, sin el consuelo que supone la dignificación a través e la memoria y, por supuesto, con el drama continuo de los muchos años que llevan pagando todavía el tributo de los ataques sufridos por Estados Unidos. Y el sufrimiento que cae y caerá por parte del gigante yanqui que aplasta sin piedad con sus botas de acero y fuego. No. El terror sufrido por los estadounidenses el 11 -S es producto del ataque de un día, el terror que provoca su gobierno es el de los ataques sistemáticos día a día durante 100 años y el de un sistema económico imperialista que genera dramas y muerte. 
Algunas cifras, no todas, de los muertos en distintos países a consecuencia de guerra, intervenciones militares estratégicas y golpes de Estado provocados por los yanquis en todo el mundo, aparte de su participación en la Segunda Guerra Mundial y el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki (con 150.000 muertos como consecuencia directa del ataque): Iraq (5.000.000 de muertos), Corea (2.000.000), Vietnam (1.000.000), Indonesia (700.000), Guatemala (150.000), El Salvador (30.000), Panamá (7.000), Argentina (30.000), Bolivia (30.000), Haití (40.000). La cifra incluye alrededor de 100.000 desaparecidos en estos países.
La guerra química empleada por los estadounidenses incluye la utilización de bombas de napalm o agente naranja en Vietnam, Laos y Camboya o el uranio empobrecido en Iraq y la exYugoslavia, o las fumigaciones con hongos venenosos en Colombia, Bolivia o Ecuador. Palestina es, ahora mismo, un “punto caliente” donde el genocidio israelí sobre la población palestina encuentra en Estados Unidos el aliado perfecto. Y, en próximas fechas, parece que las acciones represivas se extenderán a Siria.
Todo esto son solo las consecuencias directas de un sistema imperialista impuesto por Estados Unidos a nivel mundial y que genera muerte y sufrimiento, segundo a segundo, en todo el globo.
He acabado mi visita a la Zona Cero. Salgo de este perímetro silencioso para continuar con el bullicio dos calles más allá.




miércoles, 10 de septiembre de 2014

11-S: Zona Cero (Prólogo)

10. de setiembre. Víspera del aniversario del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York. Mañana relataré mi visita a la Zona Cero pero, antes, un video ilustrativo en el que se recoge una breve historia de Estados Unidos. El objetivo de este repaso de poco más de tres minutos es el de explicar la cantidad de episodios violentos con armas de fuego que suceden en Estados Unidos. Conclusión: Los yanquis sienten miedo. Este video es un pequeño fragmento del conocido documental "Bowling for Columbine", editado por Michael Moore en 2002. Después, las dos caras del 11-S, el miedo que sienten los yanquis y el miedo que provoca el imperio estadounidense. Y del miedo a la ira.




lunes, 8 de septiembre de 2014

Postales (X): El "pequeño" Lebowski [ Nueva York ]

En las últimas líneas de la anterior entrada mencioné la calle Thompson y mi paso por una tiendita dedicada a El Gran Lebowski. Obra maestra de los Coen, Jeff Bridges encarna a un nihilista apodado El Nota que baja al supermercado en bata y que, en medio de su vida placentera y reposada, sufre un repentino torbellino de acontecimientos que le sitúan entre la agitación de un grupo de secuestradores que piden a otro Lebowski un escandaloso rescate (un viejo multimillonario que, finalmente, confunden con El Nota) y la costumbrista vida de sesiones de bolos y rascada de bolas junto a sus exasperantes amigos. Todo aderezado con escenas esperpénticas e hilarantes, con toques de humor negro. El cine proporciona a los yanquis un buen ramillete de mitos. En la calle Thompson, el Gran Lebowki (El Nota) tiene su pequeño templo. Para mí, su hallazgo fue una grata sorpresa. The Little Lebowski de El Gran Lebowski.



[ Fragmento del guión de la película El Gran Lebowski, de Ethan y Joel Coen. Corresponde al inicio de la película, relatado "voz en off" por parte de un personaje que aparece al final del metraje. Es la presentación de El Nota mientras este aparece haciendo las precarias compras junto a la estantería de un supermercado, en bata y sandalias. Abre una botella de leche, la prueba y, acto seguido, aparece pagando a la cajera con el bigotillo blanco. Tras este principio prometedor, la continuación no defrauda ]

Quiero hablarles de un tipo que vivía allá en el Oeste. Un tipo llamado Jeff Lebowski. Al menos ese fue el nombre que le dieron sus amorosos padres, pero nunca supo muy bien que hacer con él. Este Lebowski se hacia llamar El Nota. Así, El Nota. En mi pueblo, nadie se pondría semejante nombre. Había muchas cosas de El Nota que no tenían mucho sentido para mí y lo mismo pienso de la ciudad donde vivía. Tal vez sea esa la razón por la que aquel condenado lugar me pareció tan interesante. Lo llaman la ciudad de Los Ángeles. Esa no es, precisamente, la impresión que me dio, pero reconozco que hay buena gente por allí. Mentiría si dijera que he estado en Londres, nunca he estado en Francia y no he visto ninguna reina en paños menores, como dijo aquel, pero les diré algo. Después de conocer Los Ángeles, esta historia que me dispongo a relatar… Creo que he visto algo más asombroso que cualquier cosa que hayan podido ver en uno de esos lugares y, además, en mi idioma. Así que puedo morir con una sonrisa sin tener la sensación de que el Señor me la ha jugado. Bien, pues esta historia que les voy a contar tuvo lugar a comienzos de los noventa, en los días de nuestro conflicto con Sadam y los iraquíes. Lo menciono solo porque a veces hay un hombre, no diré un héroe porque, ¿qué es un héroe? Pero, a veces hay un hombre… y, aquí me estoy refiriendo a El Nota… a veces hay un hombre que es el hombre de ese momento y ese lugar. Está en su sitio. Y ese es El Nota, en Los Ángeles. Y aunque sea un auténtico vago y El Nota ciertamente lo era, seguramente el hombre más vago del condado de Los Ángeles, lo cual le convierte en favorito para el título de “el hombre más vago del mundo”. Pero, a veces, hay un hombre… a veces hay un hombre… Vaya, he perdido el hilo. Pero, ¡qué demonios! Ya lo he presentado bastante.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Nueva York: Nudos y líneas; la red (IV) -La Quinta-

Por una de esas causalidades (nunca hay casualidad sino siempre causalidad oculta), la Quinta Avenida ofrece cinco puntos a señalar en rojo en el mapa. Dos veces cinco, pues.
De todos modos, el paseo ofrece mucho más porque, en la Quinta, todas las maravillas te salen al paso. Voy al encuentro de esta gran línea trazada con pluma ancha y rebosante de tinta viva, una de las arterias principales de la ciudad. Puestos de perritos y hamburguesas, gente apresurada cruzando las calles, coches deteniéndose en los semáforos y continuando, en una cadencia sincronizada y rítmica, “hombres anuncio” en las esquinas de esta y otras avenidas que elevan con los dos brazos enormes carteles fosforescentes. Los anuncios invitan, flecha a la derecha o a la izquierda, a dejar el torrente de las avenidas para desviarse a tal o cual calle, menos transitadas para acudir a un comercio o a un restaurante. Adelante, paso a paso enfundado en mis cómodas botas. La Quinta continúa ancha, luminosa y vital hacia el sur hasta donde se pierde la vista. Voy impulsado por la curiosidad, propulsado por una ilusión desbordante, maravillado con el paisa(na)je urbano. Adelante.
Mi puerta de entrada es el Complejo Rockefeller, en la intersección con la calle 50, con su gran plaza abierta y rodeada de altos edificios, inalcanzables (ver entrada titulada “Inmensidad y contrastes”).

Patinadores en la pista del Rockefeller Center
El titán de Rockefeller Center, no se sabe si para sostener el mundo 
o para lanzarlo contra el suelo y aplastarlo

El paso por la 42 ofrece la poderosa visión de la Public Library (Bilioteca Pública de Nueva York), un edificio de piedra de tres plantas pero firmemente anclado en el asfalto. Detrás se encuentra el formidable Parque Bryant, un pequeño pulmón que ofrece al paseante un remanso de paz en el corazón de la urbe y que aprovecho para comer, leer o escribir notas de viaje. La biblioteca, de tres plantas, exhibe un suntuoso y espacioso espacio interior de mármol. A falta de WiFi en el hotel (es de pago) visitaré varias veces la enorme y luminosa sala de lectura de la tercera planta. Para hacer uso de los ordenadores hay que dirigirse al funcionario, enseñarle el pasaporte. Él te ofrece un código que hay que insertar en una máquina. Cumplimentado el protocolo, la pantalla te indica el ordenador en el que tienes que sentar. Un máximo de una hora gratuita y, después, tiempo ilimitado siempre que no haya cola. Para imprimir documentos, hay que usar el código con el fin de pagar por cada página. Una vez más, la primera vez me siento como un pulpo en un garaje, con mi inglés muy limitado, intentando descifrar las rápidas explicaciones del funcionario que se muestra indolente víctima de su rutina. A la tercera, repite vocalizando como si estuviese delante de un niño de tres años y yo me rasco la cabeza tratando de comprender. 


La impresionante Biblioteca Pública. Mi primer centro de operaciones para lanzar
mis pequeñas crónicas y organizar mi calendario de visitas.
Siempre estancia breve, que la ciudad amante espera.

La biblioteca me servirá para concentrarme en breves sesiones con el fin de comprar entradas, hacer búsquedas precisas o escribir a los míos a la espera de próximos destinos, moteles con WiFi gratuita que, entonces sí, encontraré a lo largo de todo mi viaje. Desde esta biblioteca enviaré a familiares y amigos las primeras y precarias crónicas de urgencia prácticamente a pie de calle, con la inmediatez de un enviado especial. Y, en las respuestas, desde el principio me llegarán las de Eunate que, a lo largo de todo el periplo, se convertirá en una cronista de incalculable valor para mantenerme bien informado acerca de todo lo que pasa en aquella lejana y querida aldea tan lejos de mí llamada Hernani. Alegres crónicas de palabras saltarinas y tono jocoso, en ocasiones, un paso más allá del surrealismo. Como la vida misma, esa jaula de grillos bautizada Hernani. Cuántas veces me reí en la soledad del motel antes de acostarme, con aquellas “eunatadas”, aquellos dardos perfectamente dirigidos a la diana.

Arriba y abajo
Continuo por la Quinta. A la altura de la 34, se eleva el hermano mayor de Flatiron (ver entrada titulada “Nueva York: Nudos y líneas. La red (I) -Broadway-”), el Empire State. La planta baja es elegante y amplísima y la cola es larga pero discurre rápida. Zona de seguridad y escáner con los operarios pidiendo rapidez a los visitantes, “go, go, go”, cinturones fuera, bolsillos vacíos, “go go go”, el arco aleta con su pitido; vuelta atrás y trajín con las pulseras, colgantes, relojes, instrucciones rápidas, cacheos, recogida apresurada de bolsos, bolsas, mochilas y efectos personales de las bandejas “go, go, go”. Superada la barrera, uno se sitúa frente a media docena de taquillas para adquirir las entradas y los operarios requieren con voz potente “Next please!”. Todo muy rápido y el constante “circulen” que mueve pesadamente la masa con destino al techo de la ciudad.
Más adelante, la fotografía frente al telón verde es el último trámite antes de subir. Se trata de la versión “jappilaif”, con el fotógrafo y su compañero que ordena la cola, coloca para la foto y entonces el empalagoso “yujuuuuuu” para que sonrían los posados y todos con el “yujuuuuuu” y las posturitas. No es para mí y paso de largo ante el lamento aspaventoso y fingido del fotógrafo y su compañero. “Ooohhhh, sorry! Pues sí, sorry, pero a la mierda. A la salida puedes comprar tu propia fotografía sobre un fondo del edificio. Este procedimiento será una constante a lo largo del viaje en los emplazamientos emblemáticos. Qué gusto ese de los yanquis por el exhibicionismo autocomplaciente, pienso yo. Justo delante mío, un matrimonio con dos hijos hablan castellano no latino. Coincidimos en el ascensor e intercambiamos unas pocas palabras de solidaridad mutua. Son de Barcelona, la chica habla un poco de inglés y hace de intérprete con su hermano y sus padres que, como yo, se mueven en terreno desconocido. 
Llegamos hasta el piso 82 desde donde subiremos a otro ascensor que nos llevará definitivamente hasta el 106. “A seguir buen viaje”. “Igualmente”. Y en lo alto, el Empire State ofrece la vista panorámica hacia los cuatro puntos cardinales. Bajo mis pies, las agujas sostenidas por esas colosales jeringuillas arquitectónicas que se estiran y luchan entre sí por llegar más alto. Apenas dejan ver el entramado asfáltico, las largas y estrechas venas por las que circula la marea humana, en coches, transporte público o a pie. Los viandantes son microscópicos y ni se distinguen en las imperceptibles aceras sumidas en las profundidades. Los edificios lo dominan todo, lo muestran todo y, al mismo tiempo, lo ocultan todo.

La vista desde la planta 106 del Empire State lo domina todo,
pero sólo la imaginación acaricia el cielo.

Hay que bajar para recuperar la potencia del latido. Estoy enganchado a la Quinta, uno de los mejores lugares para empaparse del bullicio y de la enormidad de esta gran urbe. Sigo hacia el sur y, después de cruzar la ocho, entro en Washington Square Park. Lo hago por el enorme arco de piedra al estilo Arco de Triunfo de París. Aquí advierto uno de los muchos contrastes que me sorprenderán a lo largo del viaje. La enorme plaza central presidida por una gran fuente está rodeada de bancos corridos donde a esta hora muchos transeúntes se toman un respiro y aprovechar la luz de mediodía en este espacio amplio y abierto. Me siento en un banco para observar a los transeúntes y a la gente sentada: negros, blancos, muchos estudiantes -probablemente de la cercana Universidad de Nueva York- repasando sus notas, parejas compartiendo confidencias, solitarios como yo simplemente observando, ocupados con sus pensamientos o viendo pasar a la gente. Washington Square marca el límite entre el enjambre de rascacielos al norte por la Quinta y la zona despejada de casas bajas del SoHo al sur por la calle Thompson. 



Washington Square Park. Un respiro para mi mente y mis pies en mi carrera de resistencia.
La curiosidad es mi motor

Abandono Washington Square por Thompson, dejo el bullicio para penetrar en un remanso de tranquilidad, un delicioso espacio de casas bajas de ladrillo, con escaleras de incendio en la fachada y árboles en la acera, de paisaje despejado y curiosos comercios, como la pequeña tienda Gran Lebowsky, dedicada al entrañable personaje cinematográfico de los Coen. 

Calle Thompson. Unos metros más atrás queda el estrés del enjambre.
Aquí "los pajaritos cantan, las nubes se levantan"

Volviendo al extremo norte, queda el quinto punto caliente de la Quinta, en la confluencia con la 53. Se trata de la iglesia Saint Thomas. Aparentemente es una iglesia más, pero tiene una peculiaridad sobre la que me alertó Sergio (mexicano que será convenientemente presentado en próximas entregas). En el altar preside la figura de Santo Tomás que, en realidad, no homenajea al apóstol del profeta nazareno, sino a Thomas Jefferson, uno de los “padres de la patria”, firmante y el principal redactor de la Declaración de Independencia de Filadelfia. Los yanquis fabrican sus propios santos laicos y próceres de la patria, a los que erigen una iglesia en pleno Manhattan. Hasta ahí hemos llegado, oiga usted.

La iglesia Saint Thomas. En el altar preside la figura de Thomas.
Aquí Thomas (el santo no, el otro), aquí unos amigos



martes, 2 de septiembre de 2014

Nueva York: Divisiones

Desde el sur hacia el norte, todo empieza con un cúmulo de rascacielos en calles de trazado caótico, continúa en barrios bajos pero con el mismo entramado desordenado y finaliza en el centro de la isla con la presencia de los gigantes erigidos en riguroso orden, como fichas de dominó. Así, la evolución de sur a norte asemeja la pequeña madeja, el ovillo del que nace el conjunto urbanístico que se extiende hacia un norte ordenadamente tejido. 
El sur de Manhattan está formado por avenidas que pierden su orden en cuadrícula perfecta y también las numeraciones. El orden de las matemáticas del centro cede aquí a la composición más intrincada y las calles pasan a tener nombres propios en la zona financiera. Más arriba sucede lo mismo en barrios como Little Italy, Tribeca o Chinatown, aunque estos son espacios despejados en los que se vislumbra un doble horizonte de rascacielos a lo lejos, al sur y al norte. Son las divisiones de una ciudad mutante. 
El paso por la Avenida Bowery es fascinante. La arteria queda cruzada por Canal Street, frontera de los barrios chino e italiano y continúa hacia el norte hasta enlazar con la Cuarta Avenida, donde el paseante se sumergirá nuevamente en el enjambre de rascacielos. Al paso por Bowery el paisaje urbano es despejado y el observador goza de una doble vista panorámica de los gigantes de metal; al sur la zona financiera y al norte Midtown. Construcciones como el Empire States o el MetLife se convierten en referentes perfectos para adentrarse de una forma orientada en la selva de asfalto y metal del Midtown. Dos inmensos muros que abarcan el horizonte urbano, uno por detrás y otro por delante. En medio Bowery, donde el viajante avanza por un agradable claro del bosque neoyorquino.
Hacia el norte, la Quinta, Broadway o la 42 serán algunas de las más destacadas líneas principales en las que se abren multitud de lugares para conocer y contemplar. El resto de avenidas centrales, desde Park Avenue hasta la Séptima son, en su recorrido por Midtown, formidables pasillos que atraviesan desde el comienzo de Central Park en la 60 hasta el Parque Washington un poco más allá de la 8, un impresionante conglomerado de rascacielos que empequeñecen al visitante. Park Avenue, Madison Avenue, la Quinta, Avenida de las Américas y la Séptima son los corredores centrales que unen Midtown con Greenwich Village, Chelsea y East Village hacia el sur. 
La isla de veinte kilómetros de largo por siete en su punto más ancho soporta una población flotante diaria de 30 millones de personas. Avanzo entre una secuencia interminable de rascacielos y pienso en lo que se vería si fueran totalmente transparentes. Cubos plagados de personas, hombres y mujeres, avanzando por los pasillos, ocupando despachos, moviéndose arriba y abajo por los ascensores, circulando como millones de pequeñas células encerradas en ese organismo arquitectónico inamovible. ¿Quién soy yo? Un cuerpo extraño, una pequeña célula recientemente inoculada que circula sorprendida y maravillada entre este inmenso torrente de células perfectamente asimiladas en el gran titán neoyorkino; células asimiladas, células inmersas en la cotidianidad. Una célula boquiabierta entre millones de células anegadas en la rutina.

En el inmenso ajedrez, las figuras a un lado y a otro, la calle Bowery se sitúa en el centro despejado del tablero y ofrece una vista impresionante de los dos grupos de enormes fichas alineadas. En Bowery siempre es el comienzo de una nueva partida

sábado, 26 de abril de 2014

Nueva York: RedTejido, TejidoRojo, RedRojo

Pese a su tamaño, Nueva York es ciudad acogedora para el turista. Resulta muy cómoda para pasear, uno se desplaza fácilmente a cualquier punto, pronto se orienta y la intensa vida no llega a agobiar más que en momentos puntuales. Son los momentos en los que tienes que tomar decisiones rápidas en un contexto de ritmo vivo y con mucha gente a tu alrededor [ rojo ] Entonces respiras y decides que, por lo menos tú, te lo tienes que tomar con calma. Digo “por lo menos tú” porque cuando requieres la ayuda de un viandante no hay problemas, el neoyorquino es muy servicial hasta el punto de que yo, consultando el mapa en la calle simplemente para decidir a dónde ir, y se me acerca uno "aicanjelpyu?", pero cuando tienes que recabar información de alguien que está detrás de una ventanilla o mostrador, la cosa cambia. Tu torpeza y tu cara de memo suponen un obstáculo en el ritmo frenético del funcionario de turno (prácticamente todos negros y negras) quien, además de la premura que pueda tener a la hora de despachar al personal, seguramente está harto de su trabajo repetitivo y te atiende con indolencia. 
Así, la segunda mañana ingreso en Penn Station con el loable reto de informarme sobre las ofertas de billetes de metro y, naturalmente, elegir el más ventajoso para moverme más ancho que largo durante mi estancia en la ciudad [ tejido ] En mitad del mogollón, distingo un puesto de información y pienso que me resolverán el problema. Iluso. Primero que a ver qué tipo de tickets existen y me dice que “over there” y el puñetero dedito índice que señala hacia un lugar indeterminado al otro lado de la marea humana que discurre por el entramado de pasillos subterráneos. En el ovillo Penn Station, un usuario que conoce las instalaciones como la palma de su mano puede tardar diez minutos a paso ligero desde que baja por las escaleras hasta que llega a su línea. 
Bueno, pues miro receloso ese índice señalando vagamente hacia algún punto y allá que voy. Todavía me separarán de mi destino final hacia la adquisición del billete un par de índices más, un conato por mi parte de elevar el puño cerrado y extender el dedo corazón firme hacia arriba y otro par de explicaciones protocolarias a cargo del personal, ellos todo como muy de yanqui a yanqui, con las palabras muy rápidas y juntas saliendo de la boca. Es curioso cómo en estos menesteres salto con eso de “despacio por favor bicosaidonanderstand” pensando que voy a salir de mi propio estupor y, en ocasiones, lo único que logro es elevar mi estupidez a categoría de cátedra. Y es que cuando te hablan despacio y tampoco vale, ya casi queda como último recurso el-de-le-tre-o-sí-la-ba-a-sí-la-ba. Entonces no sabes si bajo esa supuesta parsimonia el que así te habla tiene cascada de paciencia y toda la voluntad del mundo o está a punto de aplastarte la cabeza con un mazo. 
Lo importante es que, por fin, consigo la hazaña de plantarme delante de una máquina expendedora. Ha sido un largo camino en el que he deambulado errático de un lado para otro pero aquí estoy, implacable en mi determinación de no salir de aquél agujero sin un billete en la manoTotal, que me entero de que un billete así “single” que vale por un viaje sale por 2,50 dólares y un Metro Card son 28 dólares. Este último es valedero por una semana y te montas cuantas veces quieras. ¡El de 28! imploro a la maquinita. Escupe la Metro Card, pedacito de felicidad azul y amarilla, válida para circular como “Pedro por su casa” durante toda mi estancia. Recojo el cartoncito y ya me siento libre para conquistar Manhattan con la Metro Card en la mano.


El metro descubierto a su paso por Harlem

Después de dos días, me muevo en el metro perfectamente, todas sus estaciones con los nombres de las calles, que son números. Y como los números son mucho más fáciles de recordar que los nombres, el uso del metro es muy cómodo. Parada en la 17 para transbordo en la 34 y de ahí, la línea que sigue por la Séptima hasta la 125 [red ]. Y ya estás en Harlem [ tejido ] Para marcar la dirección no utilizan los últimos destinos de cada extremo sino “Uptown” o “Downtown”, con lo cual uno solo tiene que saber si va al norte o al sur.
Aquí estoy a gusto porque, en todas las grandes ciudades, siempre he tenido la sensación de que controlar el metro es controlar la ciudad, moverse cómodamente por el subsuelo da seguridad para afrontar afuera la vida diaria del turista. Cuarto día y ya escribo lo siguiente:

Habituado a la gran manzana, ando ya a mordiscos con ella. Los lugares por los que paso varias veces, como las inmediaciones del hotel, ya se hacen reconocibles. La Penn Station, justo enfrente del hotel, es la estación de metro desde donde salgo y adonde llego por la noche (…) Ahora recuerdo como hace solo cuatro días andaba con pies de plomo, de ventanilla en ventanilla y de máquina en máquina, pobre de mí, sin papa de inglés e intentando sacar un ticket para una semana, casi de puntillas, todo aparatoso, torpe ante la despiadada máquina de sacar billetes y con miedo de hacer una cola de mil demonios. Ahora voy que parezco el rey del metro (…) Esa familiaridad se traslada a toda la ciudad


Desde lo alto del Empire State, los rascacielos parecen dardos que han quedado clavados según han caído, pero una visión de pájaro (GoogleMaps) ofrece una perfecta cuadrícula. Una red que forma un tejido rojo de vida 

Además del desplazamiento, pronto me habituaré a la mecánica de las comidas y las cenas. Prescindo de restaurantes. Pateo sin parar de sol a sol, desde la salida hasta la vuelta al hotel. El desayuno consiste en café aguado -en este país el café es deplorable- e hirviendo, servido en vaso largo de plástico con tapa y pequeña pestaña que se levanta para sorber la bebida. Normalmente, lo beben apresuradamente en la calle o en el metro mientras acuden al trabajo y se acompaña de hermosas magdalenas de chocolate o bizcocho con fresa o frambuesa. En mi calidad de turista, muchos días aprovecho para tomar el desayuno tranquilamente sentado en una cafetería de Penn Station antes de coger el metro. En ocasiones, lo tomo mientras me dirijo a mi destino, lo cual me permite aprovechar mejor la jornada. Un día veo un vaso tirado en el suelo con el contenido derramado en el pasillo del metro, "reciente víctima todavía caliente de las prisas en este recinto loco", pienso.
La comida no es un problema, hay chiringuitos hasta debajo de las piedras. Únicamente se trata de elegir un plato normalmente servido en barra y optar por el consumo “in here” con bandeja y a la mesa o “to go” y a la calle. 
En las cartas y menús junto al precio es habitual encontrarse la cantidad en calorías, en un intento de marcaje en corto a la obesidad. La primera vez que me fije en un plato y vi 500 y pico creí que eran dólares y casi me da algo. En la dieta abundan la hamburguesa, la pizza o la carne de pollo, cerdo y, en menor medida, ternera. Platos únicos con guarnición y bebida aparte, en formato “small”, “medium” o “large” y vasos de cartón. Se puede comer por entre los 3 y 5 dólares, aunque abundan los menús entre 6 y 10 dólares. El corte de “pizza by slice", importación de la “pizza al tagglio” romana para pagar y llevar, se puede encontrar a 0,99 dólares. Con dos porciones vas servido y sigues la marcha. Con respecto a la bebida, no quieras saber cómo me pongo a Coca Colas. Por supuesto, también pueden aprovecharse los puestos de hamburguesas y perritos a pie de calle, pero el perrito es pequeño y con bebida te puede salir por 3 y hasta 5 dólares. Sólo merece la pena como pequeño almuerzo a media mañana.
Para la cena siempre me llevo todo al hotel. Pronto descubro una calle más abajo un comercio “24 horas”. Se encuentra muy bien surtido, con self-service de comidas chinas, japonesas o vietnamitas, bandejas de sushi o platos precocinados, pequeño supermercado autoservicio con frutas y verduras y estanterías con bebidas. Por unos diez dólares te llevas suficiente cantidad para cenar. Las bebidas aparecen en gran variedad de tamaños, siempre con medidas en onzas (30 gramos la onza). La cerveza es barata, en unidades de 12, 18, 24 onzas, o en packs de seis; mucha Heineken, Coors, Stella Artois e invasión de la Budweiser, rubia con cuerpo que me gusta. Todas entre uno y dos dólares la unidad dependiendo del tamaño. 


Marcador de direcciones del metro. Downtown / Uptown. 
No olvidemos que Coco con su "arriba y abajo" es yanqui. Foto: wikipedia.org

Ya me encuentro parte integrante de esta gran masa. Me muevo cómodo y rápido entre calles numeradas. Estoy metido en un gran juego de barcos, disfrutando de los “tocado” o “hundido” mientras paseo plácidamente por los “agua”. La Quinta, la 42, la Bowery y las líneas 1, 3 o 6 del metro. Todo tan ordenado con sus números, todo tan práctico con su norte, sur, este y oeste. Todo tan placentero en esa RedTejido, TejidoRojo, RedRojo.

jueves, 24 de abril de 2014

Postales (IX): Pequeño paraíso [ Nueva York ]



Vistos de día y situados a sus pies, nadie diría que los rascacielos pueden ofrecer una estampa romántica. Moles que se erigen por encima de las cabezas vueltas hacia lo alto, los ojos entornados por la luz del sol y la mirada sorprendida que trepa hasta arriba. Los imponentes muros de vertical infinita, las líneas que convergen y se pierden en un punto indeterminado, la formidable impresión que causa el exceso, la exageración, el frío e impasible poderío de estos gigantes modernos. Todo menos romántico. Sin embargo, uno no puede perder la oportunidad de cruzar a Brooklyn en el atardecer para ver el reflejo del sol de poniente en los rascacielos y pasear, ya de noche, por el Brooklyn Heights Promenade, en el borde de la bahía. Es un paseo que atraviesa un pequeño jardín y que cruza por debajo del final del Puente de Brooklyn. Charlo brevemente con una pareja de argentinos con dos hijas muy pequeñas. Les saco una foto a los cuatro y ellos me sacan otra a mí. Me cruzo con algunos grupos y varias parejas. Dos es el número ideal para paladear esta zona tranquila, casi desolada de noche y un perfecto rincón para contemplar la postal nocturna de los rascacielos de Manhattan. Desde la quietud, una visión romántica de la isla de Manhattan, al otro lado de la bahía. Ahí enfrente flota la ciudad en la isla, bulliciosa y acogedora. Bancos para sentarse. Cada pareja en un banco, en su pequeño paraíso. Los dos envueltos en el latido de la ciudad y, por encima de ella, en su propio latido compartido. Envueltos en un beso.

martes, 22 de abril de 2014

Postales (VIII): Sin Gospel pero con "speaker" y cantos [Harlem]




Soleada mañana de domingo, remoloneo y llego tarde al oficio eclesiástico con Gospel que anuncia con relumbrón la Lonely Planet: “Para disfrutar de una visita tradicional, es aconsejable acercarse un domingo por la mañana, cuando los acicalados vecinos se reúnen en las iglesias (…) A no ser que el visitante haya sido invitado por un miembro de una pequeña congregación, es preferible ceñirse a las iglesias más grandes, como la Abyssinian Baptist; 132 W 138th St), con un soberbio coro y un carismático pastor, Calvin O. Butts, que da la bienvenida a los turistas y reza por ellos. Los servicios dominicales son a las 9:00 y a las 11:00; este último es especialmente concurrido”. 
Para allá que voy más con intención de disfrutar de una sesión Gospel que de recibir las bendiciones del Butts este. Total, que llego a las 11:30 y me encuentro la iglesia cerrada a cal y canto. Aplico la oreja a la puerta y no oigo dentro ni palmas, ni poderosos y rítmicos cantos ni al Butts predicando. Nada. Lo que sí oigo a lo lejos es un bullicio indeterminado, con mezcla de música, gritos y voces. Es hacia el este. Sin dejar la 138 me dirijo al punto de origen de la jarana y cuando llego observo a un montón de personas que se acumulan en hilera paralela a la carretera. ¡Coño es verdad, la maratón! Lo había olvidado completamente. La víspera había observado más patrullas de policía de lo normal en las grandes avenidas y, por la noche, eché un vistazo a Internet para ver si ocurría algo fuera de lo común. Leí que al día siguiente se celebraba la maratón entre fuertes medidas de seguridad. La información recordaba el atentado ocurrido en la Maratón de Boston medio año antes, con la explosión de dos artefactos que produjeron tres muertos.
Me acerco al punto origen de la algarabía, que se ubica en el punto de llegada de los corredores a Harlem tras dejar atrás el Bronx. La carrera pasa por el Madison Avenue Bridge que conecta los dos barrios. Justo en la entrada a Harlem, sobre un inmenso tablado, se encuentra instalado un “comité de bienvenida” con música a tope, gente bailando y un “speaker” que, en su maratón particular, anima incansable a los participantes en la carrera. Estruendo. Abajo, tras el vallado, mucha gente del barrio jaleando a los corredores, algunos de los cuales tienen ánimo para devolver el saludo. Toda una ceremonia vital que acompaña a esta fiesta deportiva que congrega a 50.000 corredores y dos millones de espectadores. Ya por la tarde, quedarán los restos en forma de corredores que pasean protegidos con sus llamativas capas naranjas. En la ciudad que nunca descansa, el que no camina corre y el que no corre vuela.