jueves, 11 de septiembre de 2014

11-S. El terror.

La historia de Estados Unidos es la historia de un poder que se ha agigantado progresivamente alimentando el miedo a los ciudadanos. Ese miedo legitima la seguridad y el control por parte del poder. El estado dice: “Yo os protejo de vuestros fantasmas y os prometo seguridad”. Seguridad es control y control es falta de libertad. Como digo, seguridad y control legitimados a través del miedo.
Hoy es 11 de setiembre. Este día quiero recuperar una parte del texto que escribí en mi primera entrada de este mismo blog. A cuenta de la seguridad en los vuelos a Nueva York después del 11-S:

Viajo a Nueva York. Llego prevenido al aeropuerto de Barajas en Madrid, de tal modo que, aunque sean las 8:00 de la mañana y apenas haya descabezado un sueñecito en los 470 kilómetros que separan Donostia (salida a las 00:30) del aeropuerto madrileño, uno tiene el ánimo vivo para soportar los rigores del marcaje en corto. Por un lado, el entusiasmo del viaje lo mitiga todo y, por otro, no hay más remedio que aguantar mientras uno piensa que la resignación en masa es el mejor antídoto ante cualquier conato de rebelión contra el sistema.
Total, que desde los altavoces ya se empieza a escuchar aquello de “Pasajeros con vuelo número tal con destino a Nueva York…”. Los avisos nos advierten de que pasemos ya por la zona de seguridad para que la cosa del toqueteo vaya ligera y el vuelo salga a tiempo, con lo cual pasamos de ser viajeros a especímenes perfectamente diferenciados del resto. Esto quiere decir que conviene llegar al aeropuerto dos horas y media antes de la hora señalada para el vuelo que, en este caso, sale a las 12:00. Es el precio por el hecho de osar romper la tranquilidad de los estadounidenses, que se creen dueños y señores de esta pelota que gira en mitad de la nada, y ocurrírsenos penetrar en su territorio que, desde 2001, tiene dos torres menos, las dos torres. Piezas importantes en el tablero internacional del ajedrez. Y lo irónico es que se echan las manos a la cabeza. Una semana más tarde de llegar a la ciudad veo el escenario de cerca (Zona Cero). Un solar de 200 metros cuadrados de desolación, la nada clamando a cielo abierto. Sí, tuvo que ser aparatoso y dramático. En un territorio que había sido un mar de seguridad, de repente, el impresionante choque de los pájaros metálicos contra aquellos gigantes imperturbables, el estallido, el estruendo. De pronto, el caos de sirenas, los movimientos desbocados y en todas direcciones y ver todas aquellas toneladas de metal cayendo con sus inquilinos dentro, el olor acre de la masa quemada, esa enorme masa de carne, cristal, metal, madera, plástico -y qué se yo qué más- violentamente entrelazados en su destino fatal. Y, entonces, los ciudadanos huyendo despavoridos entre unas calles invadidas por una inmensa nube creciente de polvo. Tanta seguridad y el cielo se cae encima. Pero ahí se cruza con rabia el recuerdo de otro 11-S, “sensu estricto", el perpetrado por los yanquis en 1973 cuando la fuerza del poder popular en Chile fue parada en seco por la dictadura de Pinochet. Fue ese periodo de terror inaugurado con el impactante asalto por tierra, aire -y mar en Valparaíso- y destrucción del Palacio de La Moneda donde Allende, Salvador de nombre y condición, cayó con toda la dignidad de la que careció su sucesor. Y ahí estaba devastadora la “mano firme” de Estados Unidos, esa “mano firme” cacareada por el dictador local, la "mano firme" que aplasta con siniestra frialdad, no dos torres, sino una nación entera. Implacable. También imagino la escena de aquellos días en Santiago y la mancha negra y ominosa extendiéndose con todo su hedor represivo por todo el país con sus 3.000 kilómetros de largo. Demoledor. Sigue la rueda apisonadora y en los noventa llega la “cruzada” contra Irak, una enorme lluvia de fuego caída del cielo. Los bebés, iraquíes ellos, que siguen naciendo sin cerebro 20 años después del ataque a su territorio como consecuencia del armamento estadounidense cargado de uranio empobrecido. La lista de los damnificados por la política exterior estadounidense es larga, muy larga. Pero todo depende de cómo se propaguen los dramas de cada cual. Y la propaganda es una maquinaria que se lubrica con dinero.



El solar de la Zona Cero. En el centro de la imagen, la entrada soterrada


El lugar donde se erigían las dos torres del World Trade Center



Rebobino hacia adelante para situarme en Neva York en el cuarto día de mi estancia en la Gran Manzana. Visito la Zona Cero -sublimación para los locales del terror por antonomasia- que resulta ser una inmensa torre de silencio y solemnidad en el que todavía colea el escalofrío medular que les produjo la entrada de los monstruos en su propia casa. Esta es, precisamente, una visita que realizo justo en la víspera de Halloween, fecha en la cual los yanquis trivializan con el miedo en forma de alegres saraos con disfraces al uso (el episodio que viví en el cementerio y en el interior de Trinity Church merecerá capítulo aparte en la próxima entrega). 
Uno se acerca a los restos del World Trade Center casi de puntillas. Impresiona el aire de gravedad que conserva la zona, donde se proyecta un espacio para el ocio y el comercio que esta construyéndose justo donde se ubicaban las Torres gemelas y que estaba previsto inaugurar en 2014. http://www.nuevayork.net/world-trade-center. La vuelta sin retorno la representa la entrada por un túnel hacia un inmenso espacio soterrado a modo de una gran galería espaciosa con paredes y techos blancos, inmaculados, con enormes paredes áureas cuya blancura sólo es rota por paneles de diseño simple y mensaje directo haciendo referencia a la tragedia en forma de nombres y números. Pasado ese trance, llega la salida a un exterior que bordea el solar sin que se pueda verlo. El visitante es conducido a través del vallado a un exterior despejado y desierto, de ambiente desolado y pesado, en el que las patrullas de policía advierten cuando se traspasa la zona vedada. Un muro que marca las fronteras infranqueables. 
Avanzo por el acceso minuciosamente marcado hasta rodear la Zona Cero sin verla y llego hasta un emplazamiento que presenta cierto bullicio y en el que se sitúa un pequeño edificio en el que se ubica la taquilla para pagar la entrada al solar.
En este punto, el visitante tiene que pagar 17 dólares para acceder al circuito, el círculo que rodea el solar que dejaron las Torres Gemelas. La taquillera me informa: “17 pouns”. Primero dudo y luego pregunto: ¿A qué va destinado ese dinero? Ella responde melancólicamente: “A las familias de los muertos en el ataque”. 
Me niego a pagar ese dinero y me despido de forma decidida y sin ver el solar. Rechazo el hecho de que uno tenga que verse obligado a subvencionar a unas víctimas y a otras no. Los estadounidenses tienen por lo menos la oportunidad de dignificar la memoria de sus muertos como les parezca, pero otro no tienen ni siquiera eso y se tienen que limitar a seguir su vida con el dolor de las pérdidas, sin el consuelo que supone la dignificación a través e la memoria y, por supuesto, con el drama continuo de los muchos años que llevan pagando todavía el tributo de los ataques sufridos por Estados Unidos. Y el sufrimiento que cae y caerá por parte del gigante yanqui que aplasta sin piedad con sus botas de acero y fuego. No. El terror sufrido por los estadounidenses el 11 -S es producto del ataque de un día, el terror que provoca su gobierno es el de los ataques sistemáticos día a día durante 100 años y el de un sistema económico imperialista que genera dramas y muerte. 
Algunas cifras, no todas, de los muertos en distintos países a consecuencia de guerra, intervenciones militares estratégicas y golpes de Estado provocados por los yanquis en todo el mundo, aparte de su participación en la Segunda Guerra Mundial y el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki (con 150.000 muertos como consecuencia directa del ataque): Iraq (5.000.000 de muertos), Corea (2.000.000), Vietnam (1.000.000), Indonesia (700.000), Guatemala (150.000), El Salvador (30.000), Panamá (7.000), Argentina (30.000), Bolivia (30.000), Haití (40.000). La cifra incluye alrededor de 100.000 desaparecidos en estos países.
La guerra química empleada por los estadounidenses incluye la utilización de bombas de napalm o agente naranja en Vietnam, Laos y Camboya o el uranio empobrecido en Iraq y la exYugoslavia, o las fumigaciones con hongos venenosos en Colombia, Bolivia o Ecuador. Palestina es, ahora mismo, un “punto caliente” donde el genocidio israelí sobre la población palestina encuentra en Estados Unidos el aliado perfecto. Y, en próximas fechas, parece que las acciones represivas se extenderán a Siria.
Todo esto son solo las consecuencias directas de un sistema imperialista impuesto por Estados Unidos a nivel mundial y que genera muerte y sufrimiento, segundo a segundo, en todo el globo.
He acabado mi visita a la Zona Cero. Salgo de este perímetro silencioso para continuar con el bullicio dos calles más allá.




miércoles, 10 de septiembre de 2014

11-S: Zona Cero (Prólogo)

10. de setiembre. Víspera del aniversario del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York. Mañana relataré mi visita a la Zona Cero pero, antes, un video ilustrativo en el que se recoge una breve historia de Estados Unidos. El objetivo de este repaso de poco más de tres minutos es el de explicar la cantidad de episodios violentos con armas de fuego que suceden en Estados Unidos. Conclusión: Los yanquis sienten miedo. Este video es un pequeño fragmento del conocido documental "Bowling for Columbine", editado por Michael Moore en 2002. Después, las dos caras del 11-S, el miedo que sienten los yanquis y el miedo que provoca el imperio estadounidense. Y del miedo a la ira.




lunes, 8 de septiembre de 2014

Postales (X): El "pequeño" Lebowski [ Nueva York ]

En las últimas líneas de la anterior entrada mencioné la calle Thompson y mi paso por una tiendita dedicada a El Gran Lebowski. Obra maestra de los Coen, Jeff Bridges encarna a un nihilista apodado El Nota que baja al supermercado en bata y que, en medio de su vida placentera y reposada, sufre un repentino torbellino de acontecimientos que le sitúan entre la agitación de un grupo de secuestradores que piden a otro Lebowski un escandaloso rescate (un viejo multimillonario que, finalmente, confunden con El Nota) y la costumbrista vida de sesiones de bolos y rascada de bolas junto a sus exasperantes amigos. Todo aderezado con escenas esperpénticas e hilarantes, con toques de humor negro. El cine proporciona a los yanquis un buen ramillete de mitos. En la calle Thompson, el Gran Lebowki (El Nota) tiene su pequeño templo. Para mí, su hallazgo fue una grata sorpresa. The Little Lebowski de El Gran Lebowski.



[ Fragmento del guión de la película El Gran Lebowski, de Ethan y Joel Coen. Corresponde al inicio de la película, relatado "voz en off" por parte de un personaje que aparece al final del metraje. Es la presentación de El Nota mientras este aparece haciendo las precarias compras junto a la estantería de un supermercado, en bata y sandalias. Abre una botella de leche, la prueba y, acto seguido, aparece pagando a la cajera con el bigotillo blanco. Tras este principio prometedor, la continuación no defrauda ]

Quiero hablarles de un tipo que vivía allá en el Oeste. Un tipo llamado Jeff Lebowski. Al menos ese fue el nombre que le dieron sus amorosos padres, pero nunca supo muy bien que hacer con él. Este Lebowski se hacia llamar El Nota. Así, El Nota. En mi pueblo, nadie se pondría semejante nombre. Había muchas cosas de El Nota que no tenían mucho sentido para mí y lo mismo pienso de la ciudad donde vivía. Tal vez sea esa la razón por la que aquel condenado lugar me pareció tan interesante. Lo llaman la ciudad de Los Ángeles. Esa no es, precisamente, la impresión que me dio, pero reconozco que hay buena gente por allí. Mentiría si dijera que he estado en Londres, nunca he estado en Francia y no he visto ninguna reina en paños menores, como dijo aquel, pero les diré algo. Después de conocer Los Ángeles, esta historia que me dispongo a relatar… Creo que he visto algo más asombroso que cualquier cosa que hayan podido ver en uno de esos lugares y, además, en mi idioma. Así que puedo morir con una sonrisa sin tener la sensación de que el Señor me la ha jugado. Bien, pues esta historia que les voy a contar tuvo lugar a comienzos de los noventa, en los días de nuestro conflicto con Sadam y los iraquíes. Lo menciono solo porque a veces hay un hombre, no diré un héroe porque, ¿qué es un héroe? Pero, a veces hay un hombre… y, aquí me estoy refiriendo a El Nota… a veces hay un hombre que es el hombre de ese momento y ese lugar. Está en su sitio. Y ese es El Nota, en Los Ángeles. Y aunque sea un auténtico vago y El Nota ciertamente lo era, seguramente el hombre más vago del condado de Los Ángeles, lo cual le convierte en favorito para el título de “el hombre más vago del mundo”. Pero, a veces, hay un hombre… a veces hay un hombre… Vaya, he perdido el hilo. Pero, ¡qué demonios! Ya lo he presentado bastante.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Nueva York: Nudos y líneas; la red (IV) -La Quinta-

Por una de esas causalidades (nunca hay casualidad sino siempre causalidad oculta), la Quinta Avenida ofrece cinco puntos a señalar en rojo en el mapa. Dos veces cinco, pues.
De todos modos, el paseo ofrece mucho más porque, en la Quinta, todas las maravillas te salen al paso. Voy al encuentro de esta gran línea trazada con pluma ancha y rebosante de tinta viva, una de las arterias principales de la ciudad. Puestos de perritos y hamburguesas, gente apresurada cruzando las calles, coches deteniéndose en los semáforos y continuando, en una cadencia sincronizada y rítmica, “hombres anuncio” en las esquinas de esta y otras avenidas que elevan con los dos brazos enormes carteles fosforescentes. Los anuncios invitan, flecha a la derecha o a la izquierda, a dejar el torrente de las avenidas para desviarse a tal o cual calle, menos transitadas para acudir a un comercio o a un restaurante. Adelante, paso a paso enfundado en mis cómodas botas. La Quinta continúa ancha, luminosa y vital hacia el sur hasta donde se pierde la vista. Voy impulsado por la curiosidad, propulsado por una ilusión desbordante, maravillado con el paisa(na)je urbano. Adelante.
Mi puerta de entrada es el Complejo Rockefeller, en la intersección con la calle 50, con su gran plaza abierta y rodeada de altos edificios, inalcanzables (ver entrada titulada “Inmensidad y contrastes”).

Patinadores en la pista del Rockefeller Center
El titán de Rockefeller Center, no se sabe si para sostener el mundo 
o para lanzarlo contra el suelo y aplastarlo

El paso por la 42 ofrece la poderosa visión de la Public Library (Bilioteca Pública de Nueva York), un edificio de piedra de tres plantas pero firmemente anclado en el asfalto. Detrás se encuentra el formidable Parque Bryant, un pequeño pulmón que ofrece al paseante un remanso de paz en el corazón de la urbe y que aprovecho para comer, leer o escribir notas de viaje. La biblioteca, de tres plantas, exhibe un suntuoso y espacioso espacio interior de mármol. A falta de WiFi en el hotel (es de pago) visitaré varias veces la enorme y luminosa sala de lectura de la tercera planta. Para hacer uso de los ordenadores hay que dirigirse al funcionario, enseñarle el pasaporte. Él te ofrece un código que hay que insertar en una máquina. Cumplimentado el protocolo, la pantalla te indica el ordenador en el que tienes que sentar. Un máximo de una hora gratuita y, después, tiempo ilimitado siempre que no haya cola. Para imprimir documentos, hay que usar el código con el fin de pagar por cada página. Una vez más, la primera vez me siento como un pulpo en un garaje, con mi inglés muy limitado, intentando descifrar las rápidas explicaciones del funcionario que se muestra indolente víctima de su rutina. A la tercera, repite vocalizando como si estuviese delante de un niño de tres años y yo me rasco la cabeza tratando de comprender. 


La impresionante Biblioteca Pública. Mi primer centro de operaciones para lanzar
mis pequeñas crónicas y organizar mi calendario de visitas.
Siempre estancia breve, que la ciudad amante espera.

La biblioteca me servirá para concentrarme en breves sesiones con el fin de comprar entradas, hacer búsquedas precisas o escribir a los míos a la espera de próximos destinos, moteles con WiFi gratuita que, entonces sí, encontraré a lo largo de todo mi viaje. Desde esta biblioteca enviaré a familiares y amigos las primeras y precarias crónicas de urgencia prácticamente a pie de calle, con la inmediatez de un enviado especial. Y, en las respuestas, desde el principio me llegarán las de Eunate que, a lo largo de todo el periplo, se convertirá en una cronista de incalculable valor para mantenerme bien informado acerca de todo lo que pasa en aquella lejana y querida aldea tan lejos de mí llamada Hernani. Alegres crónicas de palabras saltarinas y tono jocoso, en ocasiones, un paso más allá del surrealismo. Como la vida misma, esa jaula de grillos bautizada Hernani. Cuántas veces me reí en la soledad del motel antes de acostarme, con aquellas “eunatadas”, aquellos dardos perfectamente dirigidos a la diana.

Arriba y abajo
Continuo por la Quinta. A la altura de la 34, se eleva el hermano mayor de Flatiron (ver entrada titulada “Nueva York: Nudos y líneas. La red (I) -Broadway-”), el Empire State. La planta baja es elegante y amplísima y la cola es larga pero discurre rápida. Zona de seguridad y escáner con los operarios pidiendo rapidez a los visitantes, “go, go, go”, cinturones fuera, bolsillos vacíos, “go go go”, el arco aleta con su pitido; vuelta atrás y trajín con las pulseras, colgantes, relojes, instrucciones rápidas, cacheos, recogida apresurada de bolsos, bolsas, mochilas y efectos personales de las bandejas “go, go, go”. Superada la barrera, uno se sitúa frente a media docena de taquillas para adquirir las entradas y los operarios requieren con voz potente “Next please!”. Todo muy rápido y el constante “circulen” que mueve pesadamente la masa con destino al techo de la ciudad.
Más adelante, la fotografía frente al telón verde es el último trámite antes de subir. Se trata de la versión “jappilaif”, con el fotógrafo y su compañero que ordena la cola, coloca para la foto y entonces el empalagoso “yujuuuuuu” para que sonrían los posados y todos con el “yujuuuuuu” y las posturitas. No es para mí y paso de largo ante el lamento aspaventoso y fingido del fotógrafo y su compañero. “Ooohhhh, sorry! Pues sí, sorry, pero a la mierda. A la salida puedes comprar tu propia fotografía sobre un fondo del edificio. Este procedimiento será una constante a lo largo del viaje en los emplazamientos emblemáticos. Qué gusto ese de los yanquis por el exhibicionismo autocomplaciente, pienso yo. Justo delante mío, un matrimonio con dos hijos hablan castellano no latino. Coincidimos en el ascensor e intercambiamos unas pocas palabras de solidaridad mutua. Son de Barcelona, la chica habla un poco de inglés y hace de intérprete con su hermano y sus padres que, como yo, se mueven en terreno desconocido. 
Llegamos hasta el piso 82 desde donde subiremos a otro ascensor que nos llevará definitivamente hasta el 106. “A seguir buen viaje”. “Igualmente”. Y en lo alto, el Empire State ofrece la vista panorámica hacia los cuatro puntos cardinales. Bajo mis pies, las agujas sostenidas por esas colosales jeringuillas arquitectónicas que se estiran y luchan entre sí por llegar más alto. Apenas dejan ver el entramado asfáltico, las largas y estrechas venas por las que circula la marea humana, en coches, transporte público o a pie. Los viandantes son microscópicos y ni se distinguen en las imperceptibles aceras sumidas en las profundidades. Los edificios lo dominan todo, lo muestran todo y, al mismo tiempo, lo ocultan todo.

La vista desde la planta 106 del Empire State lo domina todo,
pero sólo la imaginación acaricia el cielo.

Hay que bajar para recuperar la potencia del latido. Estoy enganchado a la Quinta, uno de los mejores lugares para empaparse del bullicio y de la enormidad de esta gran urbe. Sigo hacia el sur y, después de cruzar la ocho, entro en Washington Square Park. Lo hago por el enorme arco de piedra al estilo Arco de Triunfo de París. Aquí advierto uno de los muchos contrastes que me sorprenderán a lo largo del viaje. La enorme plaza central presidida por una gran fuente está rodeada de bancos corridos donde a esta hora muchos transeúntes se toman un respiro y aprovechar la luz de mediodía en este espacio amplio y abierto. Me siento en un banco para observar a los transeúntes y a la gente sentada: negros, blancos, muchos estudiantes -probablemente de la cercana Universidad de Nueva York- repasando sus notas, parejas compartiendo confidencias, solitarios como yo simplemente observando, ocupados con sus pensamientos o viendo pasar a la gente. Washington Square marca el límite entre el enjambre de rascacielos al norte por la Quinta y la zona despejada de casas bajas del SoHo al sur por la calle Thompson. 



Washington Square Park. Un respiro para mi mente y mis pies en mi carrera de resistencia.
La curiosidad es mi motor

Abandono Washington Square por Thompson, dejo el bullicio para penetrar en un remanso de tranquilidad, un delicioso espacio de casas bajas de ladrillo, con escaleras de incendio en la fachada y árboles en la acera, de paisaje despejado y curiosos comercios, como la pequeña tienda Gran Lebowsky, dedicada al entrañable personaje cinematográfico de los Coen. 

Calle Thompson. Unos metros más atrás queda el estrés del enjambre.
Aquí "los pajaritos cantan, las nubes se levantan"

Volviendo al extremo norte, queda el quinto punto caliente de la Quinta, en la confluencia con la 53. Se trata de la iglesia Saint Thomas. Aparentemente es una iglesia más, pero tiene una peculiaridad sobre la que me alertó Sergio (mexicano que será convenientemente presentado en próximas entregas). En el altar preside la figura de Santo Tomás que, en realidad, no homenajea al apóstol del profeta nazareno, sino a Thomas Jefferson, uno de los “padres de la patria”, firmante y el principal redactor de la Declaración de Independencia de Filadelfia. Los yanquis fabrican sus propios santos laicos y próceres de la patria, a los que erigen una iglesia en pleno Manhattan. Hasta ahí hemos llegado, oiga usted.

La iglesia Saint Thomas. En el altar preside la figura de Thomas.
Aquí Thomas (el santo no, el otro), aquí unos amigos



martes, 2 de septiembre de 2014

Nueva York: Divisiones

Desde el sur hacia el norte, todo empieza con un cúmulo de rascacielos en calles de trazado caótico, continúa en barrios bajos pero con el mismo entramado desordenado y finaliza en el centro de la isla con la presencia de los gigantes erigidos en riguroso orden, como fichas de dominó. Así, la evolución de sur a norte asemeja la pequeña madeja, el ovillo del que nace el conjunto urbanístico que se extiende hacia un norte ordenadamente tejido. 
El sur de Manhattan está formado por avenidas que pierden su orden en cuadrícula perfecta y también las numeraciones. El orden de las matemáticas del centro cede aquí a la composición más intrincada y las calles pasan a tener nombres propios en la zona financiera. Más arriba sucede lo mismo en barrios como Little Italy, Tribeca o Chinatown, aunque estos son espacios despejados en los que se vislumbra un doble horizonte de rascacielos a lo lejos, al sur y al norte. Son las divisiones de una ciudad mutante. 
El paso por la Avenida Bowery es fascinante. La arteria queda cruzada por Canal Street, frontera de los barrios chino e italiano y continúa hacia el norte hasta enlazar con la Cuarta Avenida, donde el paseante se sumergirá nuevamente en el enjambre de rascacielos. Al paso por Bowery el paisaje urbano es despejado y el observador goza de una doble vista panorámica de los gigantes de metal; al sur la zona financiera y al norte Midtown. Construcciones como el Empire States o el MetLife se convierten en referentes perfectos para adentrarse de una forma orientada en la selva de asfalto y metal del Midtown. Dos inmensos muros que abarcan el horizonte urbano, uno por detrás y otro por delante. En medio Bowery, donde el viajante avanza por un agradable claro del bosque neoyorquino.
Hacia el norte, la Quinta, Broadway o la 42 serán algunas de las más destacadas líneas principales en las que se abren multitud de lugares para conocer y contemplar. El resto de avenidas centrales, desde Park Avenue hasta la Séptima son, en su recorrido por Midtown, formidables pasillos que atraviesan desde el comienzo de Central Park en la 60 hasta el Parque Washington un poco más allá de la 8, un impresionante conglomerado de rascacielos que empequeñecen al visitante. Park Avenue, Madison Avenue, la Quinta, Avenida de las Américas y la Séptima son los corredores centrales que unen Midtown con Greenwich Village, Chelsea y East Village hacia el sur. 
La isla de veinte kilómetros de largo por siete en su punto más ancho soporta una población flotante diaria de 30 millones de personas. Avanzo entre una secuencia interminable de rascacielos y pienso en lo que se vería si fueran totalmente transparentes. Cubos plagados de personas, hombres y mujeres, avanzando por los pasillos, ocupando despachos, moviéndose arriba y abajo por los ascensores, circulando como millones de pequeñas células encerradas en ese organismo arquitectónico inamovible. ¿Quién soy yo? Un cuerpo extraño, una pequeña célula recientemente inoculada que circula sorprendida y maravillada entre este inmenso torrente de células perfectamente asimiladas en el gran titán neoyorkino; células asimiladas, células inmersas en la cotidianidad. Una célula boquiabierta entre millones de células anegadas en la rutina.

En el inmenso ajedrez, las figuras a un lado y a otro, la calle Bowery se sitúa en el centro despejado del tablero y ofrece una vista impresionante de los dos grupos de enormes fichas alineadas. En Bowery siempre es el comienzo de una nueva partida