viernes, 31 de octubre de 2014

Halloween en Manhattan

Y llega Halloween. Desde hace varios días, los comercios de la ciudad engalanan sus escaparates con los más estrafalarios motivos. Presiden las calaveras y los esqueletos con sus más variados complementos y disfraces de todo tipo embalados en sus cajas vuelan literalmente de las tiendas. La oferta es tan variada que incluye princesas, ángeles y superhéroes. Drácula se impone sobre el devaluado Frankenstein y las brujas siguen siendo un clásico en esta tierra de caza de brujas, donde el conocimiento de la naturaleza por parte de las mujeres crea la figura de bruja en una de las formas satanizadas. Una más de la interminable hilera de miedos y precauciones de los yanquis.

Las tiendas aparecen repletas de gente en busca de su disfraz.
O disfraz para regalar.

Sin embargo, la celebración de Halloween, lejos de despertar horrores sacados de la chistera, es festiva, carnavalesca e incluye profusión de disfraces por las calles, escaparates y espacios callejeros adyacentes invadidos por muñecos y estatuas góticas o de diseño provocador, medievales o modernas. Pelucas, capas, maquillaje en rojo y negro y faldas góticas fatales. No solo comercios o calles. La fiebre lúdico-terrorífica alcanza espacios interiores como el Mercado de Chelsea o Trinity Church. Los dos los visito el mismo día, junto antes y después de pasar por la Zona Cero. Ironías.
31 de octubre ¡La víspera! El “sarao” me pilla en el sur de Manhattan. El mercado de Chelsea es una galería bastante larga atravesada por dos calles y que esta formada por paredes de madera negra, muy al estilo tradicional británico. Su condición de túnel y su clima oscuro, con todo tipo de comercios a los lados, resultan ideales para la celebración de Halloween. Hay mucha vida y Chelsea se ha convertido por unos días en un pequeño agujero de los horrores con rincones donde se mueven figuras mecánicas o muñecos fantasmagóricos elevan sus blancas y vaporosas vestimentas, empujados por cañones de aire. Prolifera la decoración tétrica y morbosa a un lado y otro del túnel, junto a los puestos exteriores de los comercios, lámparas rojas en el ambiente tenue y hasta una calabaza con luz interior en el que se refleja el rostro de Poe, el gran autor estadounidense de gesto atormentado. Personajes siniestros avanzan sobre zancos con paso grotesco mientras los niños ríen nerviosamente y se esconden detrás de sus padres para mirar desde lugar seguro, sin querer huir definitivamente. Sufro el ataque de uno de estos monstruos. No puedo seguir filmando. 
Es la teatralización del miedo, la exageración en las maneras, la propia interpretación del terror, con sus clichés y estereotipos, en aras de invertirlo hacia la pura diversión y espectáculo. Estoy encantado.



El mercado de Chelsea se constituye en improvisada galería de los horrores


Trinity Church
Entre la Zona Cero y Battery Park, en el extremo sur de Manhattan, se encuentra la iglesia Trinity Church. http:/ www.guiadenuevayork.com/trinity-church. Anochece.
Desde la calle, el acceso es atrayente. Se trata de una pequeña iglesia de piedra negra, espigada y de fachada irregular, rematada en bóveda cónicas que le dan un aire inquietante. La entrada se realiza a través de un pequeño arco, tras el cual hay que subir unas pocas escaleras estrechas que finalizan en un pórtico. Su interior es alto y oscuro y, junto a las naves y el altar, se extiende una edificación anexa con varias salas repartidas de un modo un tanto laberíntico. En una de las naves, ya cerca de la salida, se agrupan los devotos en torno a un refrectorio repleto de velas y de un sinfín de papelitos estilo “post-it” pegados unos junto a otros. 
La nave lateral opuesta de esta curiosa y atrayente iglesia desemboca en un cementerio vallado. El camposanto es un reducto de tranquilidad rodeado por las calles Trinity Place, Broadway, Rector y Cedar, muy cerca de Wall Street. Se trata de un espacio pequeño y sombrío con varios caminos, bancos y unos pocos árboles, un jardín cubierto de lápidas grises y verticales, de punta redondeada, clavadas en el suelo y sin losa, al estilo de los cementerios yanquis. Están repartidas de forma irregular. Paseo por entre los muertos a través de la pequeña red de caminos, en los que hay bancos para sentarse. Hoy, el lugar está tomado por familias y grupos de amigos, todos disfrazados, con los niños correteando por ahí. 
En este espacio, no existen Drácula, Frankenstein o el hombre lobo, que quedan aislados, desaparecidos en sus reducidos espacios del ominoso ataúd, el laboratorio o el bosque de medianoche, esos verdaderos y oscuros objetos del deseo, esos escenarios donde brotan los cosquilleos interiores a través del terror. Lástima, su ausencia. Aquí, simplemente, puedes encontrar niños disfrazados de ángeles, militares o princesas en un tono jocoso que aparta los terrores monstruosos y románticos en aras del jugueteo superficial. Muerden caramelos gigantes mientras corretean. 



Proyección de "Doctor Jekyll" (1920) en Trinity Church,
con órgano en directo incluido. En el exterior, un camposanto repleto de vida.

Salgo de la iglesia cuando aparece la perla, un cartel en la valla exterior que anuncia a las nueve “o’clock”, dentro de la propia iglesia, de la proyección de Doctor Jekyll, película muda de 1920. Y lo mejor, música de órgano en directo. Son las siete y media y decido dar una vuelta por los alrededores para hacer tiempo. Paseo por entre los rascacielos de Wall Street (donde se fabrican los verdaderos terrores) y vuelvo a Trinity Church.
Regreso puntual al recinto sagrado que se encuentra prácticamente lleno. Los bancos corridos tienen base almohadilla de terciopelo rojo, perfectos para soportar la proyección. Delante y a la izquierda del altar se eleva un improvisado panel en blanco y, a su lado, el órgano y un enorme candelabro con velas encendidas. Los espectadores se acomodan y aparece el organista, ataviado con una capa negra y un sombrero de copa. Aplausos y gritos lo reciben y él se inclina ante el respetable. Comienza la proyección, que se desarrolla con las imágenes acompañadas del penetrante sonido del órgano que invade con su eco creciente este lugar de culto, hoy culto para el arte y el terror. Fascinado por la proyección pero, sobre todo, por el potente y solemne sonido del órgano y por el ambiente en aquel curioso templo pienso que, de algún modo, estoy compensando adecuadamente el haberme perdido la edición de este año de la Semana Fantástica y de Terror de Donostia.
Al final de la función, todos se ponen de pie y aclaman al organista. En fin, qué decir. Me encuentro en una pequeña iglesia de ambiente sugestivo convertida en sala de cine, con gritos y aplausos incluidos. Me siento como un niño.







jueves, 16 de octubre de 2014

Postales (XI): Atopía [ Grand Central Terminal ]



En esta “atopía”, en este “no lugar”, en este “no destino” sino transición de destinos, la mente está lejos o cerca de aquí, pero siempre lleva afuera. La obligación de pasar por aquí convierte la estación en una jaula con dos puertas abiertas, una de entrada y otra de salida. Mientras, sólo existe el mero cumplimiento de un trámite.
Sin embargo, mi curiosidad rompe el “no lugar” para convertirlo en “lugar”. Ahora, la Grand Central Terminal es un destino de visita en sí mismo y decido subir las escaleras que conducen al restaurante y ganar unos metros de perspectiva. Frente a mi lucen los tres grandes ventanales rematados en arco con las tres grandes cifras que rememoran el centenario de la construcción del edificio sobre la vieja estación, en 1913.
La terraza a media altura constituye una interesante atalaya desde la cual se pueden observar con calma las pequeñas historias que confluyen en este cruce de caminos; deambulan viajeros que esperan al tren o a otros viajeros, unos nerviosos, otros relajados y otros cuantos se convierten en fantasmas agitados por el tiempo. Algunos acuden con prisa a adquirir el billete, otros se encuentran, un beso corto y salen juntos; o un beso más largo, un abrazo, retenidos el uno al otro en un doloroso no querer despedirse; o un par de corros, foráneos desubicados en busca de información en los paneles o que cruzan de un lado a otro hasta dar con la ventanilla que les corresponde; otros se mueven como flechas, peces en el agua. 
Todos coinciden en este pestañeo de la vida, en este intervalo entre latidos y la mayoría se cruzan, se rozan, quizá por única vez en sus vidas, apenas sin mirarse y sin reparar en que quizá hubieran podido ser grandes amigos o, quizá, grandes amantes. Porque quién sabe... Pero no hay tiempo. La tiranía del reloj no se detiene. Y cuando cae la noche, este espacio cerrado construye su propio firmamento nocturno y el techo aparece decorado con estrellas y constelaciones. Entonces, la Grand Central cierra un perfecto círculo de 24 horas sin descansar. Existe un mundo aquí, pero nada estable aquí, en este templo de lo fugaz. Todo fuera.

domingo, 12 de octubre de 2014

La 42. Una flecha de este a oeste

Las roads movies y, en general, el desfile de películas yanquis que he visto desde que tengo uso de razón son las responsables de mi deseo por viajar a Estados Unidos, a aquel territorio tan vasto y magnífico que hacía (re)lucir el celuloide. La servidumbre de esa colonización cultural a cargo del cine me lleva a dirigirme a Hell’s Kitchen, en la zona oeste de la 42. Es el barrio en  el que viven los protagonistas de “Sleepers”, los cuatro adolescentes que cometen un homicidio involuntario y que acaban en un escalofriante correccional. Me alejo de los rascacielos para llegar a los muelles del Hudson a través de este barrio de aire suburbial con casas bajas, zonas despejadas y viejos edificios que albergan grandes almacenes en las proximidades de las dársenas. Una vez llegado al puerto, el río Hudson establece el límite oeste de Manhattan, más allá del cual se asienta Nueva Jersey, que ofrece un paisaje insulso.
Vuelvo sobre mis pasos para atravesar la isla de oeste a este por la 42, una ruta que ofrece los suficientes atractivos como pasar el día descubriendo la calle y sus alrededores. La ruta es una flecha que atraviesa Manhattan de oeste a este, desde Hell’s Kitchen hasta la imponente sede de la ONU.
Al comenzar el paseo de oeste a este, conviene desviarse a la calle 40. La estación de autobuses ofrece una visón espectacular desde la Novena, con sus pasos voladizos por los que los autobuses penetran en ese gigante metálico de aspecto destartalado que se alza varios pisos. Desde el otro lado, parece un monstruo de hierro de piel retorcida que deja entrever su interior. Este interior es enorme, poco iluminado, viejo pero limpio y unas escaleras mecánicas conducen a la planta superior, un tanto oscura y que alberga varios comercios y una gran cafetería para tomar algo y distraer la aburrida e impaciente espera del viajero. El acceso a las dársenas está prohibido excepto para quien se dispone a montar en los autobuses y la gente espera en diferentes colas, cada usuario frente a su puerta de acceso correspondiente.


El incesante ritmo de entrada y salida de autobuses marca el ritmo diario de este nudo de conexión entre NuevaYork y el resto del país

Grand Central Terminal
Vuelvo a la 42 y más allá de su confluencia con Park Avenue, recién dejado el Parque Bryant, se sitúa Grand Central Terminal, la formidable estación de tren con un inmenso vestíbulo de mármol donde los viajeros se arremolinan alrededor de los paneles informativos y de las taquillas con rejilla de hierro que conservan el aire centenario del emplazamiento. Desde la entrada principal, al fondo se encuentra el acceso a los andenes de este gigante pétreo, la mayor estación de trenes del mundo. A derecha e izquierda, cuatro grandes arcos (dos a cada lado) dan acceso a los pasillos de salida por las cuatro esquinas del vestíbulo. En uno de los laterales, unas escaleras dirigen hacia un piso intermedio donde se sitúa una cafetería con una terraza y, al lado, un espacio similar a una feria de muestras en miniatura de actividad irregular. En uno de los puestos se encuentra Apple, la manzana mordida. Inevitable e irresistible al mismo tiempo, pienso. 
La salida hacia la 42 se realiza a través de un gran mercado y, en su lado norte, la estación aparece flanqueada por el MetLife, uno de los edificios más reconocibles de la Gran Manzana y que sirve de referencia para acudir a la estación por su visibilidad, especialmente para los que avanzan desde el norte de la isla por Park Avenue. El paso a los andenes marca un notable cambio del paisaje; se accede a las terminales desde las cuales comienzan en hilera las rectas vías en un espacio soterrado y viejo. La elegancia del gran vestíbulo y el hormigueo en los túneles luminosos de salida a Park Avenue y Depew dan paso al ambiente decadente de los andenes en este lugar amplio de sólidas paredes, opaco, hermético e iluminado por neones blanco amarillentos. Aquí me vienen a la mente escenas de unas cuántas películas como en un pase de diapositivas. Recuerdo especialmente la incursión a través de las vías de Otis, el sicario del megalómano villano de “Superman”, Lex Luthor, que avanza seguido por un policía hacia la guarida de su jefe. Lo cierto es que no se me ocurre mejor punto de acceso hacia el escondrijo oculto de Luthor desde el bullicioso exterior de la ciudad.
Observo los andenes, que presentan una inusitada tranquilidad en contraste con el movimiento incesante que se produce en el gigantesco vestíbulo. Imagino que la “invasión” de viajeros llega por oleadas. La rapidez de la ciudad, el control exacto del tiempo marcado por la rutina, llegada con el tiempo medido al minuto, las urgencias, al tren de un salto, la salida y la llegada sorteándose unos a otros, un minuto frenético… y de nuevo el silencio hasta otra nueva llegada o partida. Antes de abandonar los andenes miro a lo lejos, donde las vías desaparecen bajo los negros túneles y me pregunto que nuevos planes contra la humanidad estará tramando, ahí en algún sótano cercano, Lex Luthor.



En la Grand Central Terminal contrasta el elegante encanto del vestíbulo de mármol con los andenes de paredes de piedra musgosa y desconchada

Bajo la entrada principal, el primer arco a la izquierda conduce al interior del magnífico mercado. Mucha vida en este recinto amplio y luminoso. Las voces me rodean y cazo al aire palabras sueltas con ese acento tan líquido y vehemente del inglés estadounidense. “Jiaar, tuenifooorrr, alaikit yyeeaaa, jerigouuuu”. En próximos días se convertirá en uno de mis puntos de aprovisionamiento de comida y pienso en todo lo que me llevaría si dispusiera de una cocina. La enorme variedad de ofertas es un reflejo de la variedad étnica de la ciudad, una ciudad cuyo origen queda engullido por la multitud de orígenes de sus habitantes, un mapa lleno de destellos de diferentes colores y tonalidades. (Ad)miro el mercado. Apabulla tanto producto ofrecido a la venta a través de los limpios mostradores de cristal impoluto y cuesta decidirse. Encuentro un pequeño templo del queso y todo lo demás desaparece. Ya tengo picoteo para el hotel.


El mercado anexo a la Grand Central Terminal es un oasis gastronómico

Salgo a las calles de Manhattan para seguir avanzando por la 42. Sigo mi ruta hacia el este y cuatro calles más allá de la Gran Terminal acaba la calle, rematada por el gran edificio de la ONU, sede del gran árbitro mundial que se deja manipular por los mecanismos que dan vida al gigante imperialista yanqui. Ondean decenas de banderas. El gran edificio y el enorme espacio abierto vallado que lo rodea lucen con un aire de solemnidad que me repugna. Pocas veces he observado semejante distancia entre lo que algo simboliza y la cruda realidad. La sociedad de naciones, piedra angular de la intermediación supranacional y, en realidad, tan sometida a la política dominadora estadounidense. Paseo por el exterior, a este lado de la valla. Una amiga me ha recomendado entrar al vestíbulo y dejarse envolver por su aire de solemnidad, pero tanta hipocresía me puede. Llego a la puerta principal, pero me doy la vuelta para volver a penetrar, a través de la 47, en la enorme tripa metálica vuelta hacia el cielo.