lunes, 31 de marzo de 2014

Postales (IV): Opuestos [ Nueva York. Central Park ]


Azul / Rojo 
Cristal / Hojas
Frío / Cálido
Moqueta / Alfombra
Piel / Vena
Agua / Sangre
Células grises / Células rojas
Quietud / Movimiento
Opresión/ Libertad
Muro / Nube
Piedra / Lágrima
Odio / Amor
...
Calles de Nueva York


sábado, 29 de marzo de 2014

Inmensidad y contrastes

Inicio la primera mañana en Nueva York y salgo como una bala del hotel. Son los dos primeros días en la urbe, una primera breve noche con paso de puntillas por Chinatown y Broadway Street y una segunda jornada completa (entre otras cosas otra vez Chinatown, no sé yo) para irme pegando a la piel de la ciudad. Día soleado, fresco, enseguida se me contagia el ritmo vivo de los neoyorquinos y allá me sumo a la marabunta que hormiguea rápida a lo largo de las anchas calles flanqueadas por altísimos edificios de incontables plantas. Mi primer destino es un punto en la 53 Este donde se encuentra la sede de El Álamo, empresa de alquiler de coches. Antes del viaje he dejado atados los vuelos de ida y vuelta, el hotel de Nueva York y el alquiler del vehículo. Nada más.
Según el contrato, tengo que recoger el coche dentro de nueve días, a las siete de la mañana, que será el momento de abandonar Nueva York y emprender “ the long long way to San Francisco”. Tengo en la cabeza metidos unos cuantos “porsiacaso” y el primero y más fundamental me lleva a la oficina de alquiler para comprobar que todo está en regla y que cuando me toque recoger el coche podré hacerlo sin sorpresas desagradables. Gran garaje en el bajo a nivel de calle y pequeña oficina tras franquear una pequeña puerta y subir unas estrechas escaleras hasta el primer piso. Dos operarias negras, una de ellas es una mujer grande que asoma detrás del mostrador y me recibe con requisitoria: “neim and eidi”. Le muestro el pasaporte y teclea. Expectación. Temo verme obligado a tener una larga conversación en inglés -o sea "cerocomauno" contando con el "jelou"- sobre un tema importante. Ella mira atenta la pantalla -yo tragando saliva- y por fin dice “Sir Esspinoussa? weeeell, no problem thanks”. Y yo, en plan aversimeexplico: “Then, ¿the six at the seven in the morning to take the car, diceusté?”. “Yeah, yeah”, responde ella con gesto como "que sí hombre sí". Respiro. Cada barrera que se supera, por mínima que sea, me da una inyección de seguridad, un chute para disfrutar del viaje. 
Salgo de la oficina alegre, con gesto de ¡hala pues! El día es soleado y fresco, mucha gente por las calles y todo el centro de Manhattan es una sucesión de gigantes arquitectónicos, con el pedacito de cielo ahí arriba y los rayos de un sol invisible que se cuelan y caen como la lluvia, en vertical desde lo alto de los edificios, reflejándose en sus fachadas cristalinas. Así es, cielo limitado pero mucha luz reflejada en las calles. Me enuentro en otro mundo, me siento curioso a más no poder y con los pulmones llenos a cada paso. 


Manhattan: Muros, fachadas, luces, reflejos.


Llevo el aire de cara y esta primera exploración me sirve para descubrir el carácter impresionante de todo lo que me rodea. Decido que, aunque es bueno planificar un calendario de visitas, no es adecuado medir con excesivo detalle este calendario, ya que muchos lugares dignos de visitarse te salen al paso por la calle, casi te asaltan. Atravieso zonas que merecen un ritmo más pausado y te invitan a posponer para jornadas siguientes algunos de tus planes previstos para hoy, de modo que cuanto más te internas en los recovecos de Manhattan más lugares relegas para momentos posteriores. 

Espectáculo street
Rebobino. Antes de llegar a la oficina de El Álamo me doy de narices con el complejo Rockefeller, uno de los muchos lugares de observación que se pueden disfrutar en la Quinta. Aquí me encuentro con el primer espectáculo de unas calles vivas “ohyeah!” en sus más diversas variantes. Observo tumulto en la plaza, me acerco a una zona rodeada de cámaras, potentes focos en pleno día y muchas personas animando y gritando, algunas de ellas con carteles de plástico o cartón que agitan con los brazos en alto. Dentro del perímetro vallado se encuentra un equipo de esquiadores que está realizando algún tipo de presentación. Deben de ser famosos porque las cámaras los enfocan y están entrevistando a uno de ellos. Pienso si será cosa de algún mundial de esquí o vaya usted a saber. Poco tiempo después, también en la plaza que se sitúa en la confluencia de la Quinta y Broadway, frente al Flatiron, la expectación se genera en torno a una improvisada jaula de baloncesto, también rodeada de focos y donde un “speaker” anima con una voz entusiasta que se propaga por la zona a través de potentes amplificadores. Mucha chavalería y firma de autógrafos de jugadores negros. Evidentemente, aquí tanto negro no pienso si será cosa de un mundial de esquí, pero sí si será cosa de promoción de los Knicks o algo por el estilo. Continúo explorando la isla y veo que, en plazas y calles más o menos despejadas, es frecuente observar grupos de seis u ocho negros que despliegan sus habilidades en forma de bailes y saltos, con música rap a todo ritmo que acompaña sus piruetas. Aquí me olvido si serán de los Knicks porque estos últimos son muy altos, fuertes y grandes pero también un poco aparatosos para andar haciendo esos muelles y cabriolas y pienso si no serán aspirantes o alumnos desaventajados de la academia de turno esa donde “Queréis la fama, pero la fama cuesta y aquí vais a empezar a pagar con sudor”. Y ahí están desgañitándose en una serie de demostraciones, por otro lado, espectaculares. 
En uno de los números, junto al inicio del paso por el Puente de Brooklyn soy testigo de la hazaña de un chico negro, joven y espigado él, que salta sobre una hilera de siete personas (tuuunk) voltereta completa, para caer en el otro lado sin malograr a nadie. Es un "alehop" sin trampolín, con propio impulso sobre el duro asfalto. Bravo. Estos jóvenes negros son muy dados a la escenificación y al bacile, pero se lo curran y, en cada rincón donde meten un poco de ruido, crean un amplio corro de espectadores a su alrededor. Buen rollo. 
Durante estos días sigue la hilera de espectáculos callejeros y, a mis llegadas al hotel, en las inmediaciones del Madison Square Garden, se producen varias manifestaciones entusiastas de apoyo a los Knicks en forma de bailes y cantos pre-partido a golpe de tambor. Reminiscencias tribales, digo yo, pero actualizadas en una puesta en escena de "traje-espectáculo" y elaborada coreografía para atracción de los transeúntes que forman un nutrido corro en el que bailan y palmean. Todos jijí, jajá y el desparrame.



Frente a Lincoln Center, junto a Central Park, los coches de caballos 
ofrecen un tranquilo y agradable paseo a los turistas. 
Mientras tanto, los raudos "yellows" transportan a presurosos "lugareños" 
que viajan paralelos aunque a un ritmo vertiginoso.


Avanzo, avanzo, avanzo. Con cada nuevo paso percibo una nueva perspectiva, un nuevo detalle que me ofrece este inmenso caudal de sensaciones. En este primer día descubriré la verdadera dimensión de las palabras “contraste” e “inmensidad”. Dos conceptos que me acompañarán a lo largo de todo el viaje, del desierto a la gran ciudad y viceversa. Es una constante si se emprende ruta “coast to coast” en Estados Unidos. Los contrastes llaman la atención desde el primer momento. Contrastes entre el este y el oeste, entre un estado y otro, entre una ciudad y otra, entre un barrio y otro, entre una calle y otra, entre un edificio y el de al lado. Contrastes de etnias, de clases sociales. 
Llego a Nueva York después de oír hasta la saciedad que es la capital del mundo o el mundo entero en pequeño. No es cierto, existe mucho mundo fuera de Nueva York, pero hasta ahora no he conocido nada con semejante concentración de variedad, una tremenda ensalada en los 90 kilómetros cuadrados de isla. Nueva York no es el mundo, pero el paisaje y el paisanaje de la ciudad es un inmenso puzzle con piezas de todo el mundo. Blancos, negros, orientales, hindúes y mucho más en forma de tribus urbanas o personas de estilo particular, distinto, llamativo, provoca(tivo/dor). 
Circulan grandes coches, hombres y mujeres elegantes, ropa cara, maleta y corbata mientras, vuelta a vuelta, vienen mendigos, “homeless” viviendo en la calle y maldurmiendo en la red del metro; calles atestadas de tráfico y gente, cambio en una bocacalle y, de repente, una zona casi desierta; un paseo rodeado de rascacielos y, bruscamente, una frontera en la que se abre un amplio cielo despejado sobre un conjunto de pequeños edificios de ladrillo rojo de no más de cuatro pisos y escaleras de incendio en su exterior; calles cuya actividad emiten un sonido bullicioso que provoca ecos en su lucha por abrirse paso entre gigantescos muros y que finalmente busca la salida trepando hacia el cielo. Y, de pronto, una plaza o un parque, un inmenso espacio abierto donde el bullicio se aleja, se vuelve sordo y donde la gente toma un respiro, el viandante se sienta, descansa, contempla, lee, come, habla por teléfono, charla en pareja o en grupo, ríe relajado y flota lentamente antes de ser nuevamente absorbido por la corriente de la avenida más próxima e infinita, el agujero de gusano que lo engulle y lo impulsará en un viaje de aceleración a través de un túnel a una velocidad supersónica. Luego, otra vez una parada en seco y el mundo se detiene bruscamente para contemplar un inmenso espacio verde, una fuente, árboles suavemente mecidos por el viento y un lago. Me encuentro en un paisaje agradable, el suave aire en el rostro y uno casi flotando, flotando en una fotografía. Hoy he andado mucho y ahora estoy sentado y viendo discurrir la vida. Es un día soleado y me encuentro descansando en un rincón del paraíso; un paraíso sin lluvia, sin lluvia y casi con lágrimas, lágrimas de alegría.


Parque Bryant. Un rincón del paraíso [ guiastercerplaneta.com ]




En la Novena los edificios no sobrepasan los cuatro pisos y dejan ver los rascacielos que se levantan en la Séptima y Octava, apenas cien metros al este. Los "yellow" aprovechan para portar anuncios de sugerentes servicios en la Broadway; sólo para "gentlemen's", oiga.






miércoles, 26 de marzo de 2014

Postales (III): La ligereza de los rascacielos [ Atlanta. Georgia ]

Nueva York, Atlanta o Houston ofrecen una vista de rascacielos impresionante. Son los modernos gigantes de los campos urbanos que albergan grandes corporaciones, el nuevo enemigo de todo quijote justiciero con alma anti-neoliberal. Su presencia es poderosa, sólida; con sus profundas raíces de hierro y hormigón, más firmemente clavadas en el subsuelo cuanto más se estiran hacia el cielo. Conmueven su altura descomunal y el contraste frente a ese cielo, territorio de la nada que pretenden conquistar. De día aparecen como recortes opacos, inmensas muescas realizadas en el telón azul; de noche, como urbanos faros luminosos a este lado de la negrura del firmamento. En ambos momentos, la solidez del contraste. Sin embargo, existe una hora al atardecer en el que ese contraste se mitiga y los rascacielos vagan en un limbo, en el límite de lo visible y lo invisible. El cielo se apaga poco a poco y el rascacielos todavía no se ha engalanado con su luminoso traje nocturno. Entonces se funden en color, viene el abrazo entre el cielo y el rascacielos y el gigante metálico aparece etéreo, vaporoso, una inmensa columna fantasmagórica levemente flotante. Ha dejado de ser muesca y todavía no es faro, sólo es una ligera presencia en la frontera entre el día y la noche, entre lo visible y lo invisible. Por un momento aparece esa alteración de la realidad cotidiana, ese muro, con la grieta y, a través de ella, esa visión fantástica, apenas sugerida, del otro lado. El “otro” rascacielos, ligero como una pluma; un fantasma, una visión.



martes, 18 de marzo de 2014

Good night. Tomorrow Never Knows

Llega la noche, la primera noche. Pizza y cerveza para cenar en la habitación y a la cama. Entre sábanas, todavía recuerdo mi primera visión de la ciudad, que se produce a la salida del metro en Penn Station, la 34 con la Séptima. Como alzo la mirada y me encuentro bajo una impresionante acumulación de rascacielos, como un bosque de sequoias metálicas y relucientes, de cristales que reflejan tonos azulados. Más allá el limitado cielo, recortado contra los gigantes de metal y, a pie de calle, me zambullo en el hormigueo de gente y el repentino torpedeo de sonidos de los coches, las voces, los gritos de los vendedores, las sirenas… cada poco esas sirenas infatigables. 
Es lunes por la tarde y lejos queda el domingo por la noche en Donostia, las despedidas en el recuerdo, la cena improvisada en las inmediaciones de la estación de autobuses y los nervios apenas reprimidos. Dejo Donostia y ya en el autobús a Madrid, todo lo pasado queda atrás y el mundo se reduce a una visión por delante, de lo que me depara el futuro más inmediato, como en un viaje cercano a la velocidad de la luz donde el universo visible dejaría de rodearnos para situarse delante de nuestros ojos, en un punto cada vez más cerrado, más pequeño. Todo delante, sólo delante. Tengo esa sensación mientras viajo a Nueva York, en el autobús y, luego, en el avión. En total, han pasado 14 horas desde que dejé aquella estación de autobuses de Donostia, contando con las cinco horas de retraso para adaptarme al horario local. No es mucho tiempo pero aquí, en la 34 con la Séptima, aquella cena con algunos amigos, aquella despedida, quedan muy lejanas. Ángel, aguantando estoicamente una incipiente gastroenteritis delante de un plato de pulpo que deja sin probar. “Anda, vete a casa”, le ánimo. “No, es igual”, resiste.
Luego un viaje que se me hace corto. El aeropuerto es una atopía, uno de esos “no lugares” que describen los antropólogos como lugares impersonales. Si sólo conoces el aeropuerto, no puedes decir que conoces la ciudad. Y, sin embargo, los carteles y la gente en inglés, la gran cantidad de negros, la larga cola frente a los protocolos de seguridad, los empleados dirigiendo de forma enérgica el tránsito de pasajeros “over there, please”, “thank you” hasta la gran sala. Sí, un poco de lectura en el avión y dos películas, “Aladdin” y “Million Dolar Baby” me separan de casa, pero todo es ya diferente ya en el JFK. Dos meses por delante para cruzar USA, diez días para disfrutar de NY. Como cantaban The Beatles, siempre Tomorrow Never Knows. Aquí, enfundado en mis sabanas al otro lado del Atlántico, más que nunca Tomorrow Never Knows, Tomorrow Never Knows, mientras me envuelve el suave velo de Morfeo.

viernes, 14 de marzo de 2014

La cosa de la inseguridad (propia)

Jamaica Station. Es el destino más inmediato al salir de JFK para luego dirigirse a Manhattan. Jamaica Station, consigna marcada a machamartillo en la retina de un náufrago que busca su rincón de la tranquilidad en esa isla, dulce soledad entre ocho millones de personas. Territorio desconocido y atrayente. Salgo al exterior del aeropuerto pensando que es la decisión lógica. Mucho meneo fuera, invade el ruido de tráfico y cláxones; multitud de coches, los taxis en marea yellow, ese fluido amarillo que veré en las calles a lo largo de los diez días siguientes -estoy por ponerme en que los taxis andan rozando mayoría absoluta en el cupo representativo del tráfico rodado- y autobuses en el continuo riego entre aeropuerto y ciudad. Es el torrente humano, rápido, circulando en los canales asfálticos perfectamente (des)organizados para el que (des)conoce la mecánica entrópica de este cordón umbilical con doble dirección que une JFK - NY - JFK. El caso es que para tomar el tren no es necesario salir del aeropuerto. Otra vez adentro. Al principio todo es fácil. Se trata de tomar una única línea circular que deja al viajero en la estación que le interesa según se dirija a Manhattan, Brooklyn, Nueva Jersey u otros destinos. 
Para acabar en Manhattan, lo dicho, Jamaica Station. Este punto con nombre paradisíaco es la puerta de la locura. A partir de aquí hay que abonar el servicio; las máquinas que abren la barrera de acceso al paso de la tarjeta. ¿Y la tarjeta? “Ticket, please?” “In the machine”, me responde un usuario apresuradamente. No sé si posteriormente me vale también para el metro. El hombre del quiosco más próximo me lo aclara mientras se esfuerza por hacerse entender ante mí, turista “noenglish” con trajín de maletas y cara de pasmado, pobre. “No subway, no subway. Only Amtrak. No subway”, movimiento repetido y vehemente de brazos a media altura hacia afuera. Gesto definitivo. Vale, “no metro” pues.
Y entonces el lío de la “machine” y una pantallita toda ella en inglés, sin la menor probabilidad de atención (al) paciente y que me oriente, sin feedback, sin pregunta respuesta, sin posible interpelación, no ya charla. Muda, impasible la “machine”. Veo a los usuarios, muchos y a toda prisa, con movimientos casi tan mecánicos como los del aparato expendedor. Como para interrumpirles en su ritmo tan repetitivamente cotidiano y tan cotidianamente repetitivo. Aquí todo es fluido y un torpe como yo que se para, mira, duda, se rasca, señala y se pone a preguntar sólo puede generar retrasos, pequeño caos y exasperación. Un puñetero coágulo en la incontenible circulación periférica. Así que hago uso del fabuloso desarrollo de la imitación por parte del “homo sapiens” frente al exasperante método “ensayo-error” del resto del reino animal y cumplo con las tres fases necesarias para lograr desenvolverse mínimamente en territorio hostil; observación, planificación y ejecución. Observo a los usuarios en el manejo de la “machine”, siempre tener claro donde se encuentra la ranura para meter billete o tarjeta de crédito, luego los tipos de billete que se pueden introducir y las opciones que ofrece la pantalla (el meollo) y, por fin, la elección adecuada; planifico mis movimientos con recogida de maletas, “sorry, sorry”, incorporación a la cola más larga porque me permite seguir observando (el exceso de confianza puede pagarse con resultados fatales), avance inexorable en la cola y rascado de cartera en busca del precio justo o del billete adecuado no vaya a ser que no haya cambios de 10, 20 o 50; y, por fin, ejecución, ahí delante de la “machine” en la hora de la verdad, yo el primero y una cola constante de diez metros a mis espaldas. Un retraso de diez segundos sobre el horario previsto puede alargar la cola cinco metros más y generar impaciencia. Quiero un sólo billete de ida a Manhattan y elijo la modalidad de bono más barata. Miro las posibilidades de precios, bonos, paquetes de ahorro. Lo peor viene antes de darte el billete, cuando la “machine” te somete a ese minitest en el que “elección del idioma”, “tipo de tarjeta” y aquí seis, ocho o diez opciones de bono diario, semanal, mensual, con descuento, sin propina, blanco, amarillo o morado u ofertas con nombre promocional tipo “Morning Smile Card”, “Happy Card”, “Yupi Yupi Price” que ahí la puedes liar pero bien. Como voy de paso me pido la opción “simple”, la barata para un solo viaje y el artefacto metálico escupe la codiciada “tarjetita cartón”. No es complicado, en realidad es como obtener billete en el cercanías de Hernani a Donostia, pero las prisas, el desconocimiento de la lengua y, sobre todo, del territorio lo vuelven a uno estúpido perdido.
Paso del estado del estrés natural del turista al relajo natural del turista, siempre un poco bipolar, el turista. Me dirijo a la barrera e introduzco receloso la tarjeta en la ranura anterior del armario metálico preocupado por hacerlo con la banda magnética del derecho y que no la devuelva con desprecio y otra vez los nervios nerviosos. Veo triunfante la salida por la parte superior del milagroso trocito de papel convertido en ganzúa, lo cojo y “vualá”, la barra metálica cede al avance de la pierna y deja paso a la otra pierna, la mochila colgada del brazo y las dos maletas, una de cada mano. El turista aprendiz de malabarista avanza con movimientos atropellados, aparatosa estampa mientras arrastra el juego de tres bultos que se empeñan en convertir la ley de gravedad en un martirio.
Cruzo la barrera y veo múltiples direcciones para dirigirse a distintas estaciones. Un negro de mediana edad ocupa un banco. Es enorme y sentado ya alcanza casi una estatura media. “Manhattan?”, le pregunto. Me suelta una perorata como de paisano a paisano y creo que nota mi cara de memo, ahí con la corte de maletas a mi alrededor. A estas alturas de la tarde, ya con la camisa por fuera y con la figura un tanto desmadejada, el negro comprende, se compadece y opta por los monosílabos. Todo un detalle. “Elevator. “Down, down”. Me señala un enorme ascensor que parece un montacargas. “Thank you”. El empieza con aspavientos y saludos con la mano “Yes, brother”. Hala, al ascensor con las maletas y la mochila en la chepa. Mientras desciendo metido en el habitáculo de paredes transparentes, el negro me dedica una última despedida pulgar en alto y con una franca sonrisa “allright, allright friend”, que interpreto algo así como un “ánimo, que tú puedes”. El negro desaparece de mi vista y, sin saber por qué, comprendo que no le olvidaré nunca, siempre recordaré aquella primera ayuda cordial, la primera de muchas que recibí después.
En Jamaica Station el sistema Amtrak, la tela de araña que se extiende por la región de Nueva York tiene su centro en Penn Station, mi destino. Penn Station es uno de los nudos principales de la red de metro y Amtrak. Se ubica justo enfrente del Pennsylvania Hotel, lo que convierte mi destino en uno de los emplazamientos mejor situados estratégicamente.

Dirección a la ciudad
En el Amtrak me relajo. El viaje es cómodo y rápido. Desde la salida de JFK se van dibujando los rascacielos en el horizonte, al principio como minúsculas agujas. Van creciendo pero enseguida desaparecen al enfilar por una red de túneles. Estoy bajo tierra.
Sigo por el entramado oscuro, polvoriento, subterráneo y llego a Penn Station. Salgo del vagón, pero sigo avanzando a pie por el subsuelo. En los pasillos del metro se respira el caos de la gran ciudad, la pesada atmósfera con todo el gentío que avanza como multitud de virus (¿inofensivos?) en todas direcciones. “Exit”, miro los carteles y sigo entre riadas de personas, de rostros que se aparecen en cascada delante de mis ojos. Por fin las escaleras hacia la salida de la Séptima y mi primer contacto al aire libre con la ciudad. Multitud de coches, viandantes y mi mirada hacia arriba, el impresionante bosque de rascacielos. Tengo el hotel enfrente, sólo basta cruzar la carretera. La Séptima es ancha y en el primer contacto ya veo la profusión de taxis, ese fluido amarillo que me acompañará todos los días. Espero en el semáforo, verde para peatones y cruzo la ancha avenida junto a una marea de gente que pasa de un lado a otro de la calle. Entro en el hotel y espero en el enorme vestíbulo. Mucha gente en el metro, mucha gente en el hotel, mucha gente en las calles. Por fin, Nueva York y nueve días por delante para recorrer sus calles, plazas, paseos y parques. Más tarde escribiré mis primeras impresiones acerca de la ciudad: 

"Esta gente, en cuanto salen de sus quehaceres llenan las calles y los comercios. Se les nota su afán consumista. Aquí se respira Halloween en el Greenwich Village, con los escaparates llenos de monstruitos y zombies. En mi salsa. Da gusto pasear, con peligro de torticolis de mirar a lo alto, pero todo es una maravilla. Los neoyorquinos andan deprisa, muchos comen mientras van de un lado a otro (hay un montón de puestos de frutas, pizzas, perritos calientes...) y la circulación, aunque mucha y continua, es fluida".

El enorme y continuo entramado cuadriculado, con las avenidas desde la Primera hasta la Décima (de este a oeste) y las calles desde la uno a partir de Greenwich Village hasta la 220 (de sur a norte) es simple y práctico, como casi todo en los estadounidenses. Me gusta la comodidad del metro con los “Uptown” y “Downtown” que indican las direcciones norte y sur. Todo lo demás son números, no hay que memorizar calles. En esta formidable inmersión en el juego de los barcos uno va tejiendo una red ordenada en la que los lugares ocupan lugares precisos y duraderos en la memoria. Mucho más tarde compartiré excursión en el Gran Cañón con una chica que residió en Nueva York. “Vivía en la 52 con la Tercera”, me dice. Cerca de Central Park y del Hotel Astoria, pienso. Es fácil delimitar la zona.
La calle Broadway es la gran arteria diagonal que rompe la cuadrícula de norte a sur. Se trata de una vía muy adecuada para apreciar los contrastes de la ciudad que muda su piel a medida que uno la atraviesa. Broadway es una serpiente que busca el recorrido sinuoso, cambiante a cada cruce con una nueva avenida en su lento avance desde el noroeste hasta el sudeste, delimitada por calles que fijan zonas bien diferenciadas. La primera noche paseo a lo largo de Broadway desde Wall Street hasta la 34 donde se encuentra el hotel. Es un magnífico prólogo de lo que vendrá después en NY y en todo Estados Unidos, esa sacudida de contrastes, ese puzzle multicolor. Broadway solo es el corto pasillo de entrada hacia este inmenso laberinto repleto de muchas y muy diferentes salas.


La ciudad parece tranquila...

...pero no descansa, ni de día...

...ni de noche...

...esa noche iluminada...

Muchos aparcamientos con coches apilados. 
Solución ideal para hacer frente a la falta de espacio







miércoles, 5 de marzo de 2014

La cosa de la seguridad (II)

Apenas llevo tres horas en Nueva York. He llegado al hotel -Pennsilvania su nombre- directo desde el JFK, abro la puerta de la habitación, lanzo la maleta al piso alfombrado (fiuuuu) y salgo libre de carga a la Gran Manzana. Me dirijo al sur para cruzar el puente de Brooklyn hasta el otro lado, pero para cuando llego ya ha anochecido y decido que es mejor esperar a otro día para ver los rascacielos de Manhattan desde Brooklyn iluminados por el sol del atardecer. Esas columnas sintéticas de fuego.
Regreso al hotel por Broadway y la Quinta, en una noche sin oscuridad, invadida por luces de neón, faros de coches y reflejos de los locales fuertemente iluminados. Ando ligero y sin cansancio pese al largo viaje, impulsado por el entusiasmo. Camino del hotel pienso en llegar para escribir mis primeras impresiones, quiero escribir un diario de a bordo y enviar periódicamente un resumen a mis familiares y amigos. Después de cruzar Wall Street y Chinatown enfilo alucinado por la Quinta Avenida entre rascacielos. Falta poco para llegar al hotel cuando, a mi derecha, observo el escaparate de un comercio que anuncia con luces de neón servicio de Internet. Los ordenadores se encuentran en el segundo piso, al fondo. El hotel dispone de WiFi pero hay que pagar la conexión y este local me permite el uso gratuito de la red. Además, se encuentra cerca del Pennsilvania. Adentro.
Llevo los auriculares puestos y avanzo por un pasillo largo que se bifurca. A la izquierda, un chino de sesenta para arriba atiende en el mostrador y, a la derecha, otro pasillo conduce a un montón de estanterías con comida. A partir de aquí, todo sucede a la velocidad del rayo y me falta tiempo para asimilar lo que está pasando. Por encima de la música oigo unos gritos, me quito los auriculares, me doy la vuelta y me encuentro un negro de estatura media pero masa de músculos él, que me está increpando. Lleva chapa de seguridad y no para de gritarme y de señalarme la salida de forma agresiva. ¡Go, go, goooo! No entiendo nada y trato de reconducir la situación hablándole suavemente. “What’s the matter?”. Quiero que me ofrezca una explicación. Echo una ojeada al mostrador mientras sigue gritándome. No sé si el chino sesentón es el dueño o un empleado, tampoco sé si está por encima del negro en la jerarquía de aquella jaula de grillos o no lo está. Lo único que observo en él es una actitud pasiva, como comprendiendo que su compañero está realizando su trabajo y me mira indiferente e, incluso, con un ligero desprecio a través de sus ojos rasgados. Comprendo que con el chino no voy a tener problemas pero, desde luego, no me va a ayudar. Vuelvo sobre mis pasos y ya estoy en el umbral de la puerta de la calle, pero insisto con el segurata, que se ha convertido en mi sombra. Quiero comprender qué ha pasado, qué he hecho mal para no volver a repetir la situación. “What’s the problem?”, “the bag?”. Tomo la mochila con las manos y la abro para que husmee en su interior. “The money?” Saco la cartera y le enseño los billetes. Él se calma un poco, pero me niega el acceso a la tienda. “It, it”, es lo único que alcanzo a comprender entre su cascada de palabras rápidas e ininteligibles. “¿It?, ¿comer?, ¿comida?” Insisto pero él se cierra con el “go, go”. Estamos atascados y acabo por desistir. Salgo, sigo calle arriba y, dos meses más tarde, llegaré a San Francisco sin comprender qué demonios sucedió en aquel comercio de la Quinta. Durante tres días entraré en todos los lugares sin los auriculares hasta que enseguida comprendo que aquel episodio fue una excepción. De hecho, no se volvió a repetir. Eso sí, mucho “segurata” por todas partes.

Every step you take, I´ll be watching you
Estados Unidos es país líder en el avance de las nuevas tecnologías. Sin embargo, es raro encontrar arcos detectores en los comercios. Prácticamente en todo el territorio contratan guardas de seguridad que vigilan las entradas y salidas así como los interiores de los locales. Casi todos son negros. Las cámaras se encuentran en los comercios y, a menudo, en las calles. En las zonas residenciales de todo el país proliferan esos ojos de cristal de mirada vacía y vigilancia constante que pretende ser protectora pero que a mí me despierta una sensación amenazante.
En algunas tiendas, prácticamente en todas las de música, hay que dejar la mochila en depósito. En USA, las barreras de la seguridad, las fronteras del temor, delimitan perfectamente los territorios donde la obsesión toma cuerpo en forma de monstruo que ronda el imaginario colectivo. El reino del miedo. La entrada a los capitolios y otros edificios oficiales, aeropuertos o lugares de visita concurridos como museos son puntos calientes donde se ponen en movimiento el ojo que acecha, la mano que cachea y el aparato que chequea. Parece que, en Nueva York, un ataque al Empire State o la estatua de la libertad arrancarían los más dramáticos “omaigod” de sus habitantes, a juzgar por el aparataje de túneles, arcos y escáneres que hay que superar. Paciencia y a la cola. En el caso de la estatua de la Libertad existen dos controles; el primero para montar en el ferry y el segundo ya en la isla, al pie de la estatua. Solo se puede acceder al pedestal y el paso hacia la corona está cerrado desde el 11-S. En el segundo control hay un grupo de argentinas y los guardias de seguridad les interrogan porque llevan mate. Que qué es el mate, preguntan los guardias. Y tú vete a explicarles el asunto del mate. "Laik ti", "laik ti", les digo yo. Miran con cara de "éste ahora qué dice" e inmediatamente me viene esa sensación tan familiar ya de "a qué coño me meto yo en camisa de once varas”. Che, al final pasan con el mate, las pibas.
En la base del Empire State lo mismo, la larga cola con la bandeja para depositar todos los objetos personales que salen de la intimidad de los bolsillos a la luz del resto de turistas y del metódico e incómodo escrutinio de los aparentemente indiferentes ojos de los vigilantes. 
Y así varias veces. Nueva York parece el epicentro de lo vulnerable en la sicosis colectiva. Ninguna ciudad con tanta madeja de túneles, arcos y abre y cierra la muralla. Importante no detenerse en grupos en ciertas zonas.  Cierto día, la presencia de focos y cámaras en la Plaza Rockefeller atrae a los curiosos que se detienen a ver qué sucede. Se trata de un espectáculo con esquiadores, presentaciones, entrevistas y público dentro de la barrera exhibiendo grandes carteles. Los que nos detenemos fuera de la barrera somos invitados a abandonar la zona. "Non stop, non stop, please", nos invita a circular el portero del edificio adyacente.
Más tarde en el viaje, desde Texas hasta California la vigilancia se relaja, casi se deshace con el calor del desierto. Aquí son directamente los militares los que toman territorios para su asentamiento. Aún y todo, en San Francisco asisto a un episodio de “al ladrón, al ladrón” y caza y captura. Paseo por Haigh Street cuando, de pronto, sale de una bocacalle un chico joven corriendo como alma que lleva el diablo. A los pocos segundos aparecen dos guardias de seguridad negros. La persecución se desarrolla Haigh arriba por mitad de la carretera, en ese momento desierta de coches. ¡Qué manera de correr, los negros! y en menos de una cuadra se esfuma la ventaja que había obtenido el perseguido, se abalanzan sobre él y lo inmovilizan en mitad del asfalto. El detenido se revuelve, insulta y patalea. Los guardias lo levantan y lo llevan en volandas a la acera, como si fuera una pluma. El chico grita y uno de los guardias lo retiene en el suelo con el brazo sobre el cuello de su víctima. El guardia permanece encima de él, lo insulta y se recrea en su victoria. Se ve que necesita humillarlo para alimentar su ego. “Fuck you”, no sé qué más y otra vez “Fuck you”. “Fuck you” y venga “Fuck you”. Me parece que estoy en una de Tarantino. La gente aplaude y se ríe, cae sobre el chico el escarnio colectivo. La picota versión moderna. Al cabo de unos minutos, vencido el cuerpo y la voluntad, el detenido se deja manejar por los dos guardias que lo llevan al supermercado de donde salió a la carrera. No sé qué ha robado, sólo pienso que seguramente no es problema de cantidad sino de permiso. La diferencia entre quien tiene permiso para robar y quien no lo tiene. 
Veo todo esto a mi alrededor y me pregunto: ¿A quién protege toda esta seguridad? Y pienso en los mecanismos que pone en marcha el poder para perpetuar el sistema que le favorece.





 Las zonas residenciales están siempre vigiladas [Charlotesville]

 El gran ojo que todo lo vigila [Dallas]

 Calle atestada de coches patrulla en el día del 50 aniversario del asesinato de Kennedy [Dallas]

Cuidado con cometer una felonía, forastero [San Antonio]

Guarda de seguridad persigue, alcanza e inmoviliza a un individuo. 
Expeditivo él [San Francisco]


sábado, 1 de marzo de 2014

Postales (II): Animación nocturna [ Nueva York ]

Animación nocturna en Madison Square Park en Nueva York. Anochecía en noviembre a las cinco, la instantánea está sacada hacia las nueve y no comprobé hasta qué hora iba el asunto porque me recogía al hotel. A la caída del sol los neoyorquinos disfrutan de la Happy Hour, oferta de cuatro a siete o de cinco a ocho de la tarde. Los locales rebajan a tres dólares una copa de buen vino o de buena cerveza que, el resto de la jornada, cuesta el doble. Coincide con la salida masiva del trabajo a las cinco de la tarde. El metro se satura de viajeros ansiosos por dirigirse a realizar compras compulsivas en tiendas y grandes centros comerciales o deseando encontrarse con amigos en su rato de esparcimiento al calor de una copa y charla en buena compañía en un bar. Locales amplios y elegantes con mesas pequeñas de estilo parisino se llenan en la Happy Hour. Risas, bromas, charla y confidencias. Bullicio.
La víspera de abandonar la Gran Manzana visito City Island, al noreste de Bronx y, por la noche, vuelvo al Midtown de Manhattan para despedirme definitivamente de la ciudad. Tras un último paseo algo melancólico, tengo previsto acudir al local de 24 horas que hay junto al hotel para llevarme a la habitación un kit de sushi o algo de comida vietnamita, no sé.
Para mi sorpresa, esta noche hay puestos de comida y bebida en Greeley Square, un pequeño parque triangular que se encuentra a una cuadra del hotel, en la Sexta con la 34. Mucha gente alrededor de los puestos, inspeccionando los paneles con los menús y las bebidas, un trajín de platos, bandejas y cervezas de los puestos a las mesas y de las mesas a los puestos. Agradable sorpresa, tan agradable como disfrutar en una improvisada mesa al aire libre de mi última cena en Nueva York.
Por donde he pasado, el sur de EEUU, no es habitual la vida nocturna en las calles. Bajo las estrellas, sólo tenían ambiente Nueva York, Nueva Orleans -y de qué manera-, San Francisco y algunas zonas en el suave clima "sureño", no "sur". El "sur" puede ser Texas, Nuevo Mexico, Arizona o California, junto a la frontera mexicana, en la costa oeste. Aquí se muerde el polvo y, a partir de las seis de la tarde, ná de ná. Es territorio para estar sólo, que también vale un "potosí". Con el precioso vocablo "sureño" me refiero al sur de la costa este. Por ejemplo, en Charleston y Savannah, bañadas por el Atlántico y mucha palmera y arquitectura colonial, la temperatura era agradable y la gente asomaba después del trabajo para el callejeo. Esas terrazas con música a partir del anochecer. Cálida humedad y, como los caracoles al sol, las personas a la luna.


Madison Square Park


Greeley Square Park