sábado, 29 de marzo de 2014

Inmensidad y contrastes

Inicio la primera mañana en Nueva York y salgo como una bala del hotel. Son los dos primeros días en la urbe, una primera breve noche con paso de puntillas por Chinatown y Broadway Street y una segunda jornada completa (entre otras cosas otra vez Chinatown, no sé yo) para irme pegando a la piel de la ciudad. Día soleado, fresco, enseguida se me contagia el ritmo vivo de los neoyorquinos y allá me sumo a la marabunta que hormiguea rápida a lo largo de las anchas calles flanqueadas por altísimos edificios de incontables plantas. Mi primer destino es un punto en la 53 Este donde se encuentra la sede de El Álamo, empresa de alquiler de coches. Antes del viaje he dejado atados los vuelos de ida y vuelta, el hotel de Nueva York y el alquiler del vehículo. Nada más.
Según el contrato, tengo que recoger el coche dentro de nueve días, a las siete de la mañana, que será el momento de abandonar Nueva York y emprender “ the long long way to San Francisco”. Tengo en la cabeza metidos unos cuantos “porsiacaso” y el primero y más fundamental me lleva a la oficina de alquiler para comprobar que todo está en regla y que cuando me toque recoger el coche podré hacerlo sin sorpresas desagradables. Gran garaje en el bajo a nivel de calle y pequeña oficina tras franquear una pequeña puerta y subir unas estrechas escaleras hasta el primer piso. Dos operarias negras, una de ellas es una mujer grande que asoma detrás del mostrador y me recibe con requisitoria: “neim and eidi”. Le muestro el pasaporte y teclea. Expectación. Temo verme obligado a tener una larga conversación en inglés -o sea "cerocomauno" contando con el "jelou"- sobre un tema importante. Ella mira atenta la pantalla -yo tragando saliva- y por fin dice “Sir Esspinoussa? weeeell, no problem thanks”. Y yo, en plan aversimeexplico: “Then, ¿the six at the seven in the morning to take the car, diceusté?”. “Yeah, yeah”, responde ella con gesto como "que sí hombre sí". Respiro. Cada barrera que se supera, por mínima que sea, me da una inyección de seguridad, un chute para disfrutar del viaje. 
Salgo de la oficina alegre, con gesto de ¡hala pues! El día es soleado y fresco, mucha gente por las calles y todo el centro de Manhattan es una sucesión de gigantes arquitectónicos, con el pedacito de cielo ahí arriba y los rayos de un sol invisible que se cuelan y caen como la lluvia, en vertical desde lo alto de los edificios, reflejándose en sus fachadas cristalinas. Así es, cielo limitado pero mucha luz reflejada en las calles. Me enuentro en otro mundo, me siento curioso a más no poder y con los pulmones llenos a cada paso. 


Manhattan: Muros, fachadas, luces, reflejos.


Llevo el aire de cara y esta primera exploración me sirve para descubrir el carácter impresionante de todo lo que me rodea. Decido que, aunque es bueno planificar un calendario de visitas, no es adecuado medir con excesivo detalle este calendario, ya que muchos lugares dignos de visitarse te salen al paso por la calle, casi te asaltan. Atravieso zonas que merecen un ritmo más pausado y te invitan a posponer para jornadas siguientes algunos de tus planes previstos para hoy, de modo que cuanto más te internas en los recovecos de Manhattan más lugares relegas para momentos posteriores. 

Espectáculo street
Rebobino. Antes de llegar a la oficina de El Álamo me doy de narices con el complejo Rockefeller, uno de los muchos lugares de observación que se pueden disfrutar en la Quinta. Aquí me encuentro con el primer espectáculo de unas calles vivas “ohyeah!” en sus más diversas variantes. Observo tumulto en la plaza, me acerco a una zona rodeada de cámaras, potentes focos en pleno día y muchas personas animando y gritando, algunas de ellas con carteles de plástico o cartón que agitan con los brazos en alto. Dentro del perímetro vallado se encuentra un equipo de esquiadores que está realizando algún tipo de presentación. Deben de ser famosos porque las cámaras los enfocan y están entrevistando a uno de ellos. Pienso si será cosa de algún mundial de esquí o vaya usted a saber. Poco tiempo después, también en la plaza que se sitúa en la confluencia de la Quinta y Broadway, frente al Flatiron, la expectación se genera en torno a una improvisada jaula de baloncesto, también rodeada de focos y donde un “speaker” anima con una voz entusiasta que se propaga por la zona a través de potentes amplificadores. Mucha chavalería y firma de autógrafos de jugadores negros. Evidentemente, aquí tanto negro no pienso si será cosa de un mundial de esquí, pero sí si será cosa de promoción de los Knicks o algo por el estilo. Continúo explorando la isla y veo que, en plazas y calles más o menos despejadas, es frecuente observar grupos de seis u ocho negros que despliegan sus habilidades en forma de bailes y saltos, con música rap a todo ritmo que acompaña sus piruetas. Aquí me olvido si serán de los Knicks porque estos últimos son muy altos, fuertes y grandes pero también un poco aparatosos para andar haciendo esos muelles y cabriolas y pienso si no serán aspirantes o alumnos desaventajados de la academia de turno esa donde “Queréis la fama, pero la fama cuesta y aquí vais a empezar a pagar con sudor”. Y ahí están desgañitándose en una serie de demostraciones, por otro lado, espectaculares. 
En uno de los números, junto al inicio del paso por el Puente de Brooklyn soy testigo de la hazaña de un chico negro, joven y espigado él, que salta sobre una hilera de siete personas (tuuunk) voltereta completa, para caer en el otro lado sin malograr a nadie. Es un "alehop" sin trampolín, con propio impulso sobre el duro asfalto. Bravo. Estos jóvenes negros son muy dados a la escenificación y al bacile, pero se lo curran y, en cada rincón donde meten un poco de ruido, crean un amplio corro de espectadores a su alrededor. Buen rollo. 
Durante estos días sigue la hilera de espectáculos callejeros y, a mis llegadas al hotel, en las inmediaciones del Madison Square Garden, se producen varias manifestaciones entusiastas de apoyo a los Knicks en forma de bailes y cantos pre-partido a golpe de tambor. Reminiscencias tribales, digo yo, pero actualizadas en una puesta en escena de "traje-espectáculo" y elaborada coreografía para atracción de los transeúntes que forman un nutrido corro en el que bailan y palmean. Todos jijí, jajá y el desparrame.



Frente a Lincoln Center, junto a Central Park, los coches de caballos 
ofrecen un tranquilo y agradable paseo a los turistas. 
Mientras tanto, los raudos "yellows" transportan a presurosos "lugareños" 
que viajan paralelos aunque a un ritmo vertiginoso.


Avanzo, avanzo, avanzo. Con cada nuevo paso percibo una nueva perspectiva, un nuevo detalle que me ofrece este inmenso caudal de sensaciones. En este primer día descubriré la verdadera dimensión de las palabras “contraste” e “inmensidad”. Dos conceptos que me acompañarán a lo largo de todo el viaje, del desierto a la gran ciudad y viceversa. Es una constante si se emprende ruta “coast to coast” en Estados Unidos. Los contrastes llaman la atención desde el primer momento. Contrastes entre el este y el oeste, entre un estado y otro, entre una ciudad y otra, entre un barrio y otro, entre una calle y otra, entre un edificio y el de al lado. Contrastes de etnias, de clases sociales. 
Llego a Nueva York después de oír hasta la saciedad que es la capital del mundo o el mundo entero en pequeño. No es cierto, existe mucho mundo fuera de Nueva York, pero hasta ahora no he conocido nada con semejante concentración de variedad, una tremenda ensalada en los 90 kilómetros cuadrados de isla. Nueva York no es el mundo, pero el paisaje y el paisanaje de la ciudad es un inmenso puzzle con piezas de todo el mundo. Blancos, negros, orientales, hindúes y mucho más en forma de tribus urbanas o personas de estilo particular, distinto, llamativo, provoca(tivo/dor). 
Circulan grandes coches, hombres y mujeres elegantes, ropa cara, maleta y corbata mientras, vuelta a vuelta, vienen mendigos, “homeless” viviendo en la calle y maldurmiendo en la red del metro; calles atestadas de tráfico y gente, cambio en una bocacalle y, de repente, una zona casi desierta; un paseo rodeado de rascacielos y, bruscamente, una frontera en la que se abre un amplio cielo despejado sobre un conjunto de pequeños edificios de ladrillo rojo de no más de cuatro pisos y escaleras de incendio en su exterior; calles cuya actividad emiten un sonido bullicioso que provoca ecos en su lucha por abrirse paso entre gigantescos muros y que finalmente busca la salida trepando hacia el cielo. Y, de pronto, una plaza o un parque, un inmenso espacio abierto donde el bullicio se aleja, se vuelve sordo y donde la gente toma un respiro, el viandante se sienta, descansa, contempla, lee, come, habla por teléfono, charla en pareja o en grupo, ríe relajado y flota lentamente antes de ser nuevamente absorbido por la corriente de la avenida más próxima e infinita, el agujero de gusano que lo engulle y lo impulsará en un viaje de aceleración a través de un túnel a una velocidad supersónica. Luego, otra vez una parada en seco y el mundo se detiene bruscamente para contemplar un inmenso espacio verde, una fuente, árboles suavemente mecidos por el viento y un lago. Me encuentro en un paisaje agradable, el suave aire en el rostro y uno casi flotando, flotando en una fotografía. Hoy he andado mucho y ahora estoy sentado y viendo discurrir la vida. Es un día soleado y me encuentro descansando en un rincón del paraíso; un paraíso sin lluvia, sin lluvia y casi con lágrimas, lágrimas de alegría.


Parque Bryant. Un rincón del paraíso [ guiastercerplaneta.com ]




En la Novena los edificios no sobrepasan los cuatro pisos y dejan ver los rascacielos que se levantan en la Séptima y Octava, apenas cien metros al este. Los "yellow" aprovechan para portar anuncios de sugerentes servicios en la Broadway; sólo para "gentlemen's", oiga.






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