sábado, 26 de abril de 2014

Nueva York: RedTejido, TejidoRojo, RedRojo

Pese a su tamaño, Nueva York es ciudad acogedora para el turista. Resulta muy cómoda para pasear, uno se desplaza fácilmente a cualquier punto, pronto se orienta y la intensa vida no llega a agobiar más que en momentos puntuales. Son los momentos en los que tienes que tomar decisiones rápidas en un contexto de ritmo vivo y con mucha gente a tu alrededor [ rojo ] Entonces respiras y decides que, por lo menos tú, te lo tienes que tomar con calma. Digo “por lo menos tú” porque cuando requieres la ayuda de un viandante no hay problemas, el neoyorquino es muy servicial hasta el punto de que yo, consultando el mapa en la calle simplemente para decidir a dónde ir, y se me acerca uno "aicanjelpyu?", pero cuando tienes que recabar información de alguien que está detrás de una ventanilla o mostrador, la cosa cambia. Tu torpeza y tu cara de memo suponen un obstáculo en el ritmo frenético del funcionario de turno (prácticamente todos negros y negras) quien, además de la premura que pueda tener a la hora de despachar al personal, seguramente está harto de su trabajo repetitivo y te atiende con indolencia. 
Así, la segunda mañana ingreso en Penn Station con el loable reto de informarme sobre las ofertas de billetes de metro y, naturalmente, elegir el más ventajoso para moverme más ancho que largo durante mi estancia en la ciudad [ tejido ] En mitad del mogollón, distingo un puesto de información y pienso que me resolverán el problema. Iluso. Primero que a ver qué tipo de tickets existen y me dice que “over there” y el puñetero dedito índice que señala hacia un lugar indeterminado al otro lado de la marea humana que discurre por el entramado de pasillos subterráneos. En el ovillo Penn Station, un usuario que conoce las instalaciones como la palma de su mano puede tardar diez minutos a paso ligero desde que baja por las escaleras hasta que llega a su línea. 
Bueno, pues miro receloso ese índice señalando vagamente hacia algún punto y allá que voy. Todavía me separarán de mi destino final hacia la adquisición del billete un par de índices más, un conato por mi parte de elevar el puño cerrado y extender el dedo corazón firme hacia arriba y otro par de explicaciones protocolarias a cargo del personal, ellos todo como muy de yanqui a yanqui, con las palabras muy rápidas y juntas saliendo de la boca. Es curioso cómo en estos menesteres salto con eso de “despacio por favor bicosaidonanderstand” pensando que voy a salir de mi propio estupor y, en ocasiones, lo único que logro es elevar mi estupidez a categoría de cátedra. Y es que cuando te hablan despacio y tampoco vale, ya casi queda como último recurso el-de-le-tre-o-sí-la-ba-a-sí-la-ba. Entonces no sabes si bajo esa supuesta parsimonia el que así te habla tiene cascada de paciencia y toda la voluntad del mundo o está a punto de aplastarte la cabeza con un mazo. 
Lo importante es que, por fin, consigo la hazaña de plantarme delante de una máquina expendedora. Ha sido un largo camino en el que he deambulado errático de un lado para otro pero aquí estoy, implacable en mi determinación de no salir de aquél agujero sin un billete en la manoTotal, que me entero de que un billete así “single” que vale por un viaje sale por 2,50 dólares y un Metro Card son 28 dólares. Este último es valedero por una semana y te montas cuantas veces quieras. ¡El de 28! imploro a la maquinita. Escupe la Metro Card, pedacito de felicidad azul y amarilla, válida para circular como “Pedro por su casa” durante toda mi estancia. Recojo el cartoncito y ya me siento libre para conquistar Manhattan con la Metro Card en la mano.


El metro descubierto a su paso por Harlem

Después de dos días, me muevo en el metro perfectamente, todas sus estaciones con los nombres de las calles, que son números. Y como los números son mucho más fáciles de recordar que los nombres, el uso del metro es muy cómodo. Parada en la 17 para transbordo en la 34 y de ahí, la línea que sigue por la Séptima hasta la 125 [red ]. Y ya estás en Harlem [ tejido ] Para marcar la dirección no utilizan los últimos destinos de cada extremo sino “Uptown” o “Downtown”, con lo cual uno solo tiene que saber si va al norte o al sur.
Aquí estoy a gusto porque, en todas las grandes ciudades, siempre he tenido la sensación de que controlar el metro es controlar la ciudad, moverse cómodamente por el subsuelo da seguridad para afrontar afuera la vida diaria del turista. Cuarto día y ya escribo lo siguiente:

Habituado a la gran manzana, ando ya a mordiscos con ella. Los lugares por los que paso varias veces, como las inmediaciones del hotel, ya se hacen reconocibles. La Penn Station, justo enfrente del hotel, es la estación de metro desde donde salgo y adonde llego por la noche (…) Ahora recuerdo como hace solo cuatro días andaba con pies de plomo, de ventanilla en ventanilla y de máquina en máquina, pobre de mí, sin papa de inglés e intentando sacar un ticket para una semana, casi de puntillas, todo aparatoso, torpe ante la despiadada máquina de sacar billetes y con miedo de hacer una cola de mil demonios. Ahora voy que parezco el rey del metro (…) Esa familiaridad se traslada a toda la ciudad


Desde lo alto del Empire State, los rascacielos parecen dardos que han quedado clavados según han caído, pero una visión de pájaro (GoogleMaps) ofrece una perfecta cuadrícula. Una red que forma un tejido rojo de vida 

Además del desplazamiento, pronto me habituaré a la mecánica de las comidas y las cenas. Prescindo de restaurantes. Pateo sin parar de sol a sol, desde la salida hasta la vuelta al hotel. El desayuno consiste en café aguado -en este país el café es deplorable- e hirviendo, servido en vaso largo de plástico con tapa y pequeña pestaña que se levanta para sorber la bebida. Normalmente, lo beben apresuradamente en la calle o en el metro mientras acuden al trabajo y se acompaña de hermosas magdalenas de chocolate o bizcocho con fresa o frambuesa. En mi calidad de turista, muchos días aprovecho para tomar el desayuno tranquilamente sentado en una cafetería de Penn Station antes de coger el metro. En ocasiones, lo tomo mientras me dirijo a mi destino, lo cual me permite aprovechar mejor la jornada. Un día veo un vaso tirado en el suelo con el contenido derramado en el pasillo del metro, "reciente víctima todavía caliente de las prisas en este recinto loco", pienso.
La comida no es un problema, hay chiringuitos hasta debajo de las piedras. Únicamente se trata de elegir un plato normalmente servido en barra y optar por el consumo “in here” con bandeja y a la mesa o “to go” y a la calle. 
En las cartas y menús junto al precio es habitual encontrarse la cantidad en calorías, en un intento de marcaje en corto a la obesidad. La primera vez que me fije en un plato y vi 500 y pico creí que eran dólares y casi me da algo. En la dieta abundan la hamburguesa, la pizza o la carne de pollo, cerdo y, en menor medida, ternera. Platos únicos con guarnición y bebida aparte, en formato “small”, “medium” o “large” y vasos de cartón. Se puede comer por entre los 3 y 5 dólares, aunque abundan los menús entre 6 y 10 dólares. El corte de “pizza by slice", importación de la “pizza al tagglio” romana para pagar y llevar, se puede encontrar a 0,99 dólares. Con dos porciones vas servido y sigues la marcha. Con respecto a la bebida, no quieras saber cómo me pongo a Coca Colas. Por supuesto, también pueden aprovecharse los puestos de hamburguesas y perritos a pie de calle, pero el perrito es pequeño y con bebida te puede salir por 3 y hasta 5 dólares. Sólo merece la pena como pequeño almuerzo a media mañana.
Para la cena siempre me llevo todo al hotel. Pronto descubro una calle más abajo un comercio “24 horas”. Se encuentra muy bien surtido, con self-service de comidas chinas, japonesas o vietnamitas, bandejas de sushi o platos precocinados, pequeño supermercado autoservicio con frutas y verduras y estanterías con bebidas. Por unos diez dólares te llevas suficiente cantidad para cenar. Las bebidas aparecen en gran variedad de tamaños, siempre con medidas en onzas (30 gramos la onza). La cerveza es barata, en unidades de 12, 18, 24 onzas, o en packs de seis; mucha Heineken, Coors, Stella Artois e invasión de la Budweiser, rubia con cuerpo que me gusta. Todas entre uno y dos dólares la unidad dependiendo del tamaño. 


Marcador de direcciones del metro. Downtown / Uptown. 
No olvidemos que Coco con su "arriba y abajo" es yanqui. Foto: wikipedia.org

Ya me encuentro parte integrante de esta gran masa. Me muevo cómodo y rápido entre calles numeradas. Estoy metido en un gran juego de barcos, disfrutando de los “tocado” o “hundido” mientras paseo plácidamente por los “agua”. La Quinta, la 42, la Bowery y las líneas 1, 3 o 6 del metro. Todo tan ordenado con sus números, todo tan práctico con su norte, sur, este y oeste. Todo tan placentero en esa RedTejido, TejidoRojo, RedRojo.

jueves, 24 de abril de 2014

Postales (IX): Pequeño paraíso [ Nueva York ]



Vistos de día y situados a sus pies, nadie diría que los rascacielos pueden ofrecer una estampa romántica. Moles que se erigen por encima de las cabezas vueltas hacia lo alto, los ojos entornados por la luz del sol y la mirada sorprendida que trepa hasta arriba. Los imponentes muros de vertical infinita, las líneas que convergen y se pierden en un punto indeterminado, la formidable impresión que causa el exceso, la exageración, el frío e impasible poderío de estos gigantes modernos. Todo menos romántico. Sin embargo, uno no puede perder la oportunidad de cruzar a Brooklyn en el atardecer para ver el reflejo del sol de poniente en los rascacielos y pasear, ya de noche, por el Brooklyn Heights Promenade, en el borde de la bahía. Es un paseo que atraviesa un pequeño jardín y que cruza por debajo del final del Puente de Brooklyn. Charlo brevemente con una pareja de argentinos con dos hijas muy pequeñas. Les saco una foto a los cuatro y ellos me sacan otra a mí. Me cruzo con algunos grupos y varias parejas. Dos es el número ideal para paladear esta zona tranquila, casi desolada de noche y un perfecto rincón para contemplar la postal nocturna de los rascacielos de Manhattan. Desde la quietud, una visión romántica de la isla de Manhattan, al otro lado de la bahía. Ahí enfrente flota la ciudad en la isla, bulliciosa y acogedora. Bancos para sentarse. Cada pareja en un banco, en su pequeño paraíso. Los dos envueltos en el latido de la ciudad y, por encima de ella, en su propio latido compartido. Envueltos en un beso.

martes, 22 de abril de 2014

Postales (VIII): Sin Gospel pero con "speaker" y cantos [Harlem]




Soleada mañana de domingo, remoloneo y llego tarde al oficio eclesiástico con Gospel que anuncia con relumbrón la Lonely Planet: “Para disfrutar de una visita tradicional, es aconsejable acercarse un domingo por la mañana, cuando los acicalados vecinos se reúnen en las iglesias (…) A no ser que el visitante haya sido invitado por un miembro de una pequeña congregación, es preferible ceñirse a las iglesias más grandes, como la Abyssinian Baptist; 132 W 138th St), con un soberbio coro y un carismático pastor, Calvin O. Butts, que da la bienvenida a los turistas y reza por ellos. Los servicios dominicales son a las 9:00 y a las 11:00; este último es especialmente concurrido”. 
Para allá que voy más con intención de disfrutar de una sesión Gospel que de recibir las bendiciones del Butts este. Total, que llego a las 11:30 y me encuentro la iglesia cerrada a cal y canto. Aplico la oreja a la puerta y no oigo dentro ni palmas, ni poderosos y rítmicos cantos ni al Butts predicando. Nada. Lo que sí oigo a lo lejos es un bullicio indeterminado, con mezcla de música, gritos y voces. Es hacia el este. Sin dejar la 138 me dirijo al punto de origen de la jarana y cuando llego observo a un montón de personas que se acumulan en hilera paralela a la carretera. ¡Coño es verdad, la maratón! Lo había olvidado completamente. La víspera había observado más patrullas de policía de lo normal en las grandes avenidas y, por la noche, eché un vistazo a Internet para ver si ocurría algo fuera de lo común. Leí que al día siguiente se celebraba la maratón entre fuertes medidas de seguridad. La información recordaba el atentado ocurrido en la Maratón de Boston medio año antes, con la explosión de dos artefactos que produjeron tres muertos.
Me acerco al punto origen de la algarabía, que se ubica en el punto de llegada de los corredores a Harlem tras dejar atrás el Bronx. La carrera pasa por el Madison Avenue Bridge que conecta los dos barrios. Justo en la entrada a Harlem, sobre un inmenso tablado, se encuentra instalado un “comité de bienvenida” con música a tope, gente bailando y un “speaker” que, en su maratón particular, anima incansable a los participantes en la carrera. Estruendo. Abajo, tras el vallado, mucha gente del barrio jaleando a los corredores, algunos de los cuales tienen ánimo para devolver el saludo. Toda una ceremonia vital que acompaña a esta fiesta deportiva que congrega a 50.000 corredores y dos millones de espectadores. Ya por la tarde, quedarán los restos en forma de corredores que pasean protegidos con sus llamativas capas naranjas. En la ciudad que nunca descansa, el que no camina corre y el que no corre vuela.

viernes, 18 de abril de 2014

Nueva York: Nudos y líneas; la red (III) - Harlem-

Nueva York tiene sus propias fronteras, los límites que marcan el final de una "miniciudad" y el principio de otra dentro de la gran manzana. La gran urbe es única, pero está formada por pequeñas piezas de personalidad propia, de paisaje propio y de gentes propias. Muchas veces el cambio es repentino, como sucede al cruzar por la 125 para ingresar en Harlem
Después de visitar el campus de la Universidad de Columbia, en la 116, sigo hacia el Uptown. Poco a poco, la isla se estrecha para morir al norte, cerrada progresivamente por el este por Bronx. Antes de llegar a Harlem existe una zona neutra, una especie de terreno de nadie en el que se pierde cierta fuerza del Nueva York de los barrios con personalidad, como Little Italy, Chelsea, Chinatown o las Avenidas flanquedas por los rascacielos. Avanzo hacia Harlem por la interminable Broadway que, en este punto, se convierte en una ancha avenida flanqueada por edificios eclécticos y colmenas de una docena de pisos de altura al estilo de las grandes ciudades europeas. Sin embargo, a la altura de la calle 125 el panorama cambia y vuelven los edificios de ladrillo de cuatro o cinco pisos con escaleras de incendio e, incluso, los comercios que forman bajos alargados sin pisos por encima. Es otro territorio, es Harlem. En este barrio de presencia casi exclusiva de negros se reduce drásticamente la circulación de tráfico y el ritmo de vida se ralentiza, los habitantes se lo toman con más calma. Aquí se vive la calle, se pasea, se hace la compra y clientes y dependientes se conocen, charlan y bromean, con esa forma de bromear de los negros; voces, brazos a pasear, manos de contorsionista y muñeca lubricada e hilera de grandes dientes blancos, la risa como a borbotones. Y yo, aunque no me aclaro de nada, con unas ganas locas de meter baza por contagio pero aquí estoy meramente receptivo y me aguanto. Muy distinta a la atención cortés pero fría de los centros comerciales del centro. 
De vez en cuando, los edificios dejan sitio a parques o solares despejados, sin arboledas ni jardines tan bien cuidados como en Midtown pero con un gran pulso vital. En estos espacios existen muchas canchas de baloncesto o de béisbol enrejadas donde la chavalería juega entre gritos y risas mientras son observados por unos pocos y entusiastas espectadores.




En Harlem, muchos al solete.


En los momentos de descanso en la actividad, los comerciantes salen a la puerta de sus establecimientos y bromean entre ellos. En Midtown, la calle acoge el vértigo, la multitud de va de paso de un punto a otro, mientras que la vida social se reserva para la tarde noche en los animados locales. En algunas zonas de Harlem, la vida social está en la calle todo el día, unas calles tranquilas pero acogedoras. Hay cierto sabor genuino en los viejos comercios y locales, en los parques y calles repletos de negros, muchos de ellos de edad avanzada, que caminan dificultosamente con sus bolsas. 
Entro en un supermercado a hacer las compras. Lo llamo supermercado, pero este local obedece más al concepto de gigantesco almacén de abastos que incluye un puesto de comida para llevar. Multitud de bandejas con carne e innumerables salsas a elegir. Estados Unidos es el reino de las salsas, con una variedad que jamás he visto en Europa. Atiende una negra madura y grande. Me ve despistado pero es muy afable y se muestra paciente mientras elijo dubitativo la que será mi cena "indejótel". Hoy me pido pollo en tacos con salsa picante y algo de verdura, todo metido en un túper. Muchos hablan a voces de un lado al otro del pasillo, sin apenas moverse del sitio. Bromas entre clientes y entre clientes y empleados. En el comercio y en la calle se ve mucha gente vieja y envejecida. Una vez hecha la compra, salgo con hambre de aquél templo del buen rollo y almuerzo en una hamburguesería a cinco dólares la hamburguesa doble con bebida. No sé si será por la oferta, pero hay una pequeña cola y espero mientras observo un grupo de obreros con buzo de trabajo que come en una mesa. Me da por pensar si estos están todo el día dale que dale con la hamburguesa, si no prueban la verdura o el pescado ni de lejos y si pasan del “fast food” al “only burger food”. Una vuelta más de tuerca en el desafío por sobrevivir castigando al cuerpo con una dieta perfectamente insana y desequilibrada.
Me siento en uno de esos taburetes con mesa corrida junto al escaparate. Veo la calle y el trasiego de personas mientras me como mi súper hamburguesa. Pienso que es una muy buena parada antes de proseguir la excursión y que, en realidad, la ciudad entera ofrece parques, jardines y patios deliciosos para hacer una descanso y reponer fuerzas con un poco de comida “to go”. En Harlem la línea de metro discurre por la superficie desde la 123 hasta la 135, de hecho pasa por encima de la carretera y prácticamente a la altura de los bajos tejados gracias a enormes construcciones metálicas a modo de puentes de hierro que sujetan y elevan la línea de raíles y que dan fuerza y solidez al paisaje urbano. A la vista, son interminables puentes de hierro que atraviesan Broadway en canal. Arriba, la línea de metro sobre su lecho metálico; debajo una mediana justo bajo las vías y la carretera a un lado y a otro en ambos sentidos. El metro se convierte en un Guadiana que aparece y desaparece a lo largo de todo el barrio de casas viejas y fachadas repletas de graffitis.






Harlem, "territorio graffiti"



Los almacenes a pie de calle hacen las delicias del consumidor que busca gangas.



De compras
Quiero ir hasta Inwood, en el extremo norte de Manhattan por aquellos de llegar hasta las "esquinas", así que tomo el metro en la 125, una estación que se alza sobre un puente metálico. Me bajo en Dickman, la calle que limita el barrio por el sur. Acabo de llegar a una larga avenida repleta de tiendas y de latinos. 


Inwood es el apendice norte de Manhattan, flanqueado al sur por la Avenida Dickman. Increíble, todo lleno de comercios y tiendas de ropa y todos hablan castellano. Aquí preside la cultura choni. Los leggins son una de las prendas estrella que se exhiben en el exterior de las tiendas.  

Son los leggins embutidos en maniquíes de culos antigravitarios y exagerados. Esta calle es un puzzle de comercios de distinta factura, edificios bajos que son oficinas o almacenes comerciales con grandes carteles sobre las puertas que atraviesan la fachada de lado a lado, muchos de ellos en español; anuncian desde todo tipo de profesiones liberales hasta comercios de comida y, sobre todo de ropa. Colgadores y muestrarios invaden la acera en esta animada área suburbana.


Sabor latino en Dickman, oiga


Aprovecho la facilidad del idioma para entrar en una tienda de ropa. El dueño es Orlando, un dominicano muy dicharahero. Charlamos un buen rato y de muchas cosas mientras me pruebo unos Levi’s. Hay que hacer traslación de la talla, más o menos, diez números menos que la europea.
-¿O sea que allí los Levi’s cuestan 80 o 100 euros euros?- incrédulo.
-Sí, al cambio unos 120 dólares- calculo.
-¡Qué barbaridad! -exclama.
Le hablo de la estafa que supuso la unificación del euro, de la inflación encubierta y de la situación económica. Orlando dice que en Nueva York se puede vivir relativamente bien, uno abre un comercio y trabaja duro, pero sale adelante. Me asegura que no es necesario saber inglés y que se va aprendiendo poco a poco, aunque el conocimiento del inglés abre puertas para acceder a un mejor estatus social. La charla deriva a la política en términos de conversación de ascensor, sin llegar a hilar muy fino que digamos. “Aquí también los poderosos se lo quedan todo. La corrupción es igual en todas partes”, sentencia. Para él soy europeo y me habla de un cuñado suyo que estuvo recientemente de vacaciones en Italia. “Allá no venden hielo, oiga”, dice como aturdido. Es verdad. En el Estado español se ven cada vez más supermercados y gasolineras donde venden hielo y los locales tipo McDonald’s, ¡como no!, con sus surtidores de bebida “self service” incluidas cantidades industriales de hielo, pero nada como en Estados Unidos, que parece una inmensa máquina de hacer hielo, en grandes cubitos o despedazado a mano y servido en grandes bolsas a un dólar o incluso a 50 centavos. 
Estoy hablado muy a gusto con aquel hombre afable y, al mismo tiempo, muy contento de haber encontrado una tienda de ropa en la que poder entenderme, tan a gusto y tan contento que empiezo a cambiarme de pantalón ahí mismo, sin ir al probador. Como en familia, vaya. “Ejem, vaya al probador por favor”. Vuelve la mirada hacia el mostrador y me advierte. “La señora, la señora”. Claro, hay una dependienta en el mostrador, una señora oriental de sesenta para arriba. “Disculpe” y voy al probador.
Me decido, "me lo empaqueten" y pago a la señora, que me mira intrigada y, finalmente, me pregunta sorprendida a ver si soy policía. Yo a cuadros. Y ella: “Yes, yes. ¿Are you police?” Y señala mi camiseta negra del grupo The Police, con letras rojas. “Ah, no, no. Its a rock band. Music, music”, le respondo. “Ohhhh yeah”, exclama aliviada. Y yo pienso: "¿No conoce The Police, señora? Pues míreme aquí Police en vivo -gira 1983- con estética de la época y "jodéquetiempos". "Aaaah, vale".
Salgo de la tienda alegre y contento, en parte por la coña de The Police pero, sobre todo, por la compra; dos Levi’s y tres camisas, todo por 160 dólares, más dos pares de calcetines de regalo, gentileza de la casa.

domingo, 13 de abril de 2014

Nueva York: Nudos y líneas: la red (II) -Broadway-

El siguiente paso de Broadway en el cruce con las avenidas, a modo de corte en vena y torrente visual, se sitúa en la Séptima, una confluencia que se extiende a lo largo de cuatro calles (43 a 47) donde luce impresionante Times Square. Este espacio neurálgico es el corazón donde se concentran los grandes teatros y comercios, los carteles luminosos, los anuncios con derroche de luz, color y lo último en tecnología visual, grandes paneles de una nitidez deslumbrante. Todo gira rápido alrededor de esa Plaza del Tiempo que vive un ritmo intenso entre luces artificiales, esas dos torres enfrentadas, una en la 43 y otra en la 47, erigidas como faros que anuncian el desembarco en el puerto del ocio y consumo, del paisaje luminoso, del exagerado cúmulo humano, concentración continua y masa cambiante hipnotizada por este enorme juego de luces y torres de cristal. La Plaza del Tiempo, una olla con sopa en ebullición donde todo se mueve rápido pero uno no avanza, no sale de ese espacio limitado, atrapado en el grumo. En este caldo de cocción, los estímulos se multiplican como burbujas en la superficie y uno zigzaguea aquí y allá, cruza la calle, vuelve sobre sus pasos, sigue hacia adelante, se desvía y vuelve otra vez. En el hotel escribiré:

La ciudad de noche también es tela. Ayer crucé por Times Square antes de retirarme y llegue al hotel con los ojos chiribitas de tanta luz. Es increíble la sobrestimulación que existe para incitar al consumo. Entro por curiosidad en la tienda Disney de dos plantas que hay en la plaza. A la entrada, una empleada que te recibe haciendo chorradas con un muneco de Mickey Mouse. La tienda llena de estanterías, muy iluminada y con musica ambiente. Me llamaron la atención los precios, que me parecieron asequibles. Pack de seis muñequitos, personajes Disney, por 50 dólares

Times Square

En Times Square, hasta la estación de metro se anuncia con luces de neón.

Emprendo un ligero desvío por la 44 hacia el este para admirar las fachadas de los teatros. Es zona de neones, limusinas y glamour nocturno. En uno de los teatros, “The Lion King” luce como una de las ofertas estelares. Vuelvo a Broadway con su cascada de luces y paseo animado. En mi estancia en Nueva York cruzaré varias veces de paso por Times Square a distintas horas y, a plena luz del día, continúa incansable la eterna explosión de luz artificial. Este espacio también alberga la Oficina de Turismo (Visitor's Center que llaman ellos a estos puntos en todo el país), que no oferece nada del otro mundo. Acudiré para pedir un mapa de Central Park y los dos trabajadores sólo me ofrecerán un plano de la ciudad, bastante detallado, pero que es el mismo que se puede adquirir en los hoteles.
A partir de Times Square, siempre hacia el norte, existen dos alternativas; continuar por Boadway o por la Séptima. En esta última, las siguientes cuadras hacia el sur después de Times Square aparecen repletas de tiendas donde venden tecnología nueva y de segunda mano a precios baratos, sobre todo móviles. El iPhone 5 libre, último modelo Apple (la otra manzana), está a 399 dólares, aunque algunas ofertas varían sensiblemente. Merece la pena comparar precios en unos pocos comercios antes de caer en la tentación fatal de la esclavitud tecnológica.
Dejado Times Square el horizonte se cierra hacia el norte en torno a un amontonamiento de rascacielos y así discurre entre la 45 y la 58. De nuevo, los ecos de la gran ciudad tan característicos. En la llegada a la 58, Broadway sale repentinamente de la zona sombría de gigantes a un lado y a otro para abrirse luminosa a un inmenso y despejado paisaje, una zona abierta que comienza en la rotonda Columbus Circle. Más allá, el bosque dentro de la ciudad, la inmensa alfombra verde, el enorme territorio de la tranquilidad, Central Park.
A la izquierda de Columbus Circle, Time Warner Center es un complejo comercial formado por dos rascacielos erigidos la pasada década. Sólo puedo acceder hasta la cuarta planta, donde termina el edificio base que da paso a los rascacielos. El interior de la base de este complejo alberga tiendas de ropa y un lujoso restaurante con amplias cristaleras.


Desde el interior del Time Warner Center uno se sitúa en línea con una de las fronteras más contrastadas de la ciudad. Enfrente, Columbus Circle y, más allá, la calle 60. A un lado, el límite de los rascacielos de Manhattan que se extiende a la derecha de la imagen; a otro lado, el límite de los árboles de Central Park que se extiende a la izquierda.



Broadway continúa incansable hacia el norte y deja de lado Central Park para dirigirse a Lincoln Center, conglomerado de edificios dedicados a las artes plásticas y a la música, con varios auditorios y teatros de corte posmoderno. Broadway abandona su cauce hondo y sombrío rodeado de rascacielos para emergen a una zona de edificios impersonales, colmenas de quince a veinte pisos de altura, moles cuadradas típicas de los ensanches acometidos en las grandes ciudades durante los años 60. Siempre de una anchura considerable, la avenida pasa junto a la Universidad de Columbia (calle 115), con un campus amplio. Curioseo por dentro del edificio de la Facultad de Periodismo de planta redonda. Aulas con ordenadores Apple, los iMac’s de última generación. Dientes largos. Dos meses más tarde, en el avión de vuelta de Nueva York a Madrid compartiré viaje y charla con una andaluza, profesora en la Universidad de Nueva York. Ella destaca el pragmatismo de los estadounidenses y me ofrece un ejemplo ilustrativo. “Cualquier memorándum o informe no debe pasar de las tres páginas. Concreción y síntesis”. Podríamos aprender por estos lares. No hay más que echar un vistazo a los libros de texto que constituyen bibliografía básica de los estudios universitarios o a las tesis doctorales. Se impone el “ladrillo” sin ninguna compasión.

viernes, 11 de abril de 2014

Postales (VII): Luciérnagas urbanas



Me despierto para ir al baño. Miro el despertador. Son las 3:40 de la mañana. Estoy en la habitación del hotel, con ese sabor agridulce de no estar en mi propia cama pero entre sábanas limpias, suaves y perfectamente embozadas, una cama definitivamente mejor preparada que la mía. La balanza se decanta del lado de la cama ajena al ser inmediatamente consciente de que estoy en Nueva York y de que entro en un placentero sueño, no al dormirme, sino al despertarme. Antes de incorporarme ya percibo los ecos de la ciudad, amortiguados por la altura, por el cristal de la ventana cerrada y por el ritmo más tranquilo bajo el manto nocturno. Ayer la alarma corporal se disparó a las 4:00 y mañana podrá ser a cualquier otra hora o dormiré del tirón. Sin embargo, siempre continúan incansables los sonidos de los coches, la sirena que emerge tarde o temprano agitando el suave aire nocturno y ese rumor sordo e indeterminado en el que todos los sonidos se entrelazan y ascienden hasta mi habitación. Salgo del baño, me acerco a la ventana y, desde la penumbra de mi estancia, descorro la cortina. Allá abajo percibo la circulación nocturna en las calles de la gran ciudad, más fluida pero incesante en el discurrir de luces blancas y rojas sobre la carretera. Unos pocos neones resisten sin pestañear. Y, por encima de las avenidas y de las calles, lucen como suspendidas las luciérnagas inmóviles y eternas, atrapadas y apretadas en los colosales muros, ligeramente parpadeantes las más lejanas. No hay oscuridad, no hay silencio, no hay descanso; agujeros luminosos en el telón de la noche. La luz escapa por entre los poros de las colmenas metálicas irradiando su vida interior. El paisaje es bello, pero pienso en el otro lado de la realidad, en el lobo con piel de cordero, en los monstruos que relucen en su actividad al servicio de la tiranía económica, en el destructivo culto al materialismo que se ejerce en estos templos de los modernos mercaderes, en la descarnada competencia por escalar dentro de las torres de la codicia y unas luces encima de otras, en esas luces (de los) que trepan, en la voracidad que no permite descanso ni distracciones mundanas. En la destructiva avidez. A este lado de la noche regreso a mi reconfortante cama. Fuera gira la maldita peonza. Mañana volveré a saltar a las calles de Nueva York. 

lunes, 7 de abril de 2014

Postales (VI): Cocina transparente vs cocina "Berasategi"


Mucho trasiego en el quiosco de comidas de Madison Square Park, de día y de noche. No en vano, este emplazamiento en el cruce de Broadway con la Quinta frente al Flatiron es uno de los lugares más concurridos para descansar, para visitar y también para comer rápido en ese fugaz paréntesis que se toman los neoyorquinos al mediodía para picar algo en mitad de la ajetreada jornada laboral. Por la noche, el panorama invita a la tranquilidad de un buen respiro en una mesa, bajo el frondoso arbolado y la leve y limitada capa de estrellas.
Los cocineros trajinan a toda velocidad tras las cristaleras mientras los camareros toman apresurado apunte de las peticiones de los clientes. Me detengo un momento a contemplar el local y pienso que, en la ciudad que muchos consideran el templo de la comida basura, encuentro un lugar en el que todo queda a la vista de la clientela. Pienso en la imagen opuesta, la de las cocinas cerradas a cal y canto a la observación del cliente. No digo que tengan por qué estar a la vista; todo puede depender de la distribución del local, normas de seguridad o de la comodidad de los trabajadores, entre otros factores. La mayoría de las cocinas son inaccesibles a la vista y sirven buenas comidas. Pero unas pocas parecen laboratorios y algunos chefs que se creen estrellas o nada menos que artistas -que están todo el día en cualquier sarao menos en la cocina- se comportan como si ofreciesen fórmulas mágicas servidas en plato y sujetas a Copyright. Es el drama de la denominada Nueva Cocina Vasca, sin ir más lejos, y todo este cansino teatro de pompa y ceremonia. En este punto, algunas cocinas cerradas tienen ribetes de sospecha. Concretemos. Berasategi ha tenido la costumbre de adquirir a proveedores la materia prima más barata y en peores condiciones -me reservo las fuentes, pero haberlas haylas- y me la ha disfrazado y me la ha manipulado para disimular como se disimulaba el sudor con perfume "fusfris" en los pasillos de palacios (pre)napoleónicos. Secretismo, excesiva elaboración y desconocida filigrana a ciento y pico euros el cubierto y "rásquese la cartera oiga". 
Recuerdo tascas y mesones donde la manipulación y cocción quedaban, sin problema y en un alarde de generosidad, a la vista del cliente. Como aquí, en el quiosco central de Madison Square Park. Justa y medida elaboración y si algo es(tá) malo, se puede ver y oler. Sin tanta chorrada.

jueves, 3 de abril de 2014

Nueva York: Nudos y líneas. La red (I) -Broadway-

Uno va conociendo Nueva York como si fuera una red unida por nudos que se va dando a la luz progresivamente. Existen lugares concretos que simbolizan los nudos de la red y que actúan a modo de anclajes en la memoria. Una vez quedan fijados, sirven de referencia para formar las líneas que los unen y que conforman la red, líneas que ayudan a completar el paisaje urbano, el entramado en cuadrícula. Los anclajes son espacios delimitados como edificios, parques o plazas, lugares de parada y estancia. Po su parte, las líneas de la red son largos paseos a través de las calles. Hay que agujerear el interior de la Gran Manzana a golpe de paso, paseo con poso. Sopa humana. Pasear sin descanso, pasear a través de las líneas y detenerse en los nudos. La memoria fotográfica del “nudo Empire States” o el “nudo Washington Square” lleva al canal que los une, la “línea Quinta Avenida”. Y así, sucesivamente, líneas y nudos, nudos y líneas para ir completando el tejido urbano, la piel de la ciudad, la red cada vez más familiar que atrapa como una tela de araña. Al principio, la Gran Manzana te come; más tarde, acabas comiéndote la Gran Manzana. La Quinta, la Séptima, Park Avenue, Broadway o la 42 son algunas de las líneas que forman la red. Aquí está la aventura de recorrerla para descubrir los nudos.

Broadway
La Avenida Broadway rompe la ordenada cuadrícula de Manhattan para convertirse en un larguísimo corte que atraviesa en diagonal la Gran Manzana y que la parte en dos mitades, un corte que, de norte a sur, se desplaza desde el oeste hacia el este. Uno puede atravesar sus 33 kilómetros de longitud a su paso por la isla (en total tiene 240 kilómetros en su continuación hasta Albany) y habrá obtenido un buen boceto de lo que es la ciudad cambiante, pero no hace falta obstinarse en semejante empeño. Basta con acudir a algunos lugares de referencia y, sin proponérselo, uno acabará indefectiblemente en Broadway. En algunos tramos, esta arteria invita a bucear en ella con breves inmersiones. Paseo tranquilo de noche y, desde el sur, Broadway trepa en un primer tramo recto a través de Greenwich Village, atrás quedan los gigantes luminosos de Wall Street. Esta es zona de edificios bajos y multitud de comercios. Abundan tiendas de ropa, vintage y las llamadas “Pharmacy”, siempre anunciadas con grandes letras resplandecientes de neón, que no son farmacias al uso sino grandes locales, muchos de ellos de 24 horas, en los que se vende de todo; medicinas, bebidas, comida, revistas o artículos del hogar como droguería o limpieza. Son modernos ultramarinos un tanto fríos e impersonales que se extienden como franquicias por todo el país. Sigo y veo que, en vísperas de Halloween, muchos comercios se engalanan con motivos góticos y terroríficos, reclamos para el "pase, vea y compre su disfraz fantástico o macabro".



Los comercios exhiben sus monstruos no para espantar sino para atraer.
El juego del terror invade la ciudad durante Halloween. Les encanta.


Aquí una en plan repasando "a ver que me pongo" o "que compro al niño o a la niña"entre una oferta Halloween que, en algunas propuestas, parece más erótico-festiva que terrorífica


Ya es noche cerrada y aquí percibo los primeros signos de que en "Niuyorsiti" se pulsa la vida en la calle con los comercios luminosos y llenos de gente haciendo compras, el Happy Hour en plan vinito con los amigos o pareja a partir de las cinco de la tarde después de la estampida del trabajo, los puestos de comida para llevar alrededor de los que se forman grupos y, sobre todo aquí, al comienzo de Broadway, las pequeñas cuadrillas de jóvenes negros, formando corros y callejeando alegres, bulliciosos, histriónicos. Palmotean, mueven los brazos como molinos y se menean. Se señalan, se saludan con choques de puños y se retan en rito de movimientos corporales compulsivos. Pasan chicas y los mozos se alborotan. Entonces, ellos empiezan con los reclamos y ellas responden, vuela el arcoiris de alegres voces de una calle a otra entre ellos y ellas. Risas y ellos saltos, pavoneo. “Hey brother”.
Al discurrir en diagonal, cada cruce de Broadway con otra avenida es un nudo, una postal de esta ciudad que ofrece multitud de galerías de imágenes. Primero llega la confluencia con la Cuarta, donde se abre el paisaje amplio y abierto de Union Square Park, otro nuevo salpicón verde en el gris del asfalto. Aquí la Cuarta pierde su nombre para seguir recta hacia el norte bajo la denominación de Park Avenue, una zona exclusiva con edificios de doce a quince plantas con suntuosos portales y que albergan apartamentos de lujo. Si se sigue oblicuo por Broadway se advierte el número de transeúntes "in crescendo" y se llega la Quinta, donde se alza el Flatiron, como un espigado trozo de pastel de cemento cortado en cuña. El famoso edificio triangular, primogénito en la inmensa familia de los rascacielos es, desde 1902, testigo orgullosamente erguido de la historia cambiante de Manhattan. Ofrece su vista más memorable desde Broadway y la Quinta hacia el sur, con su fachada extremadamente angosta de una sola ventana de anchura y estirada a lo largo de 22 pisos y 87 metros de altura en un efecto impresionante. A sus pies, el viajero puede descansar en una pequeña plaza en la que se sitúa un quiosco de comida “in here” o “to go”. 



La ciudad, generosa, ofrece sus alternativas. Siguiendo hacia el norte, a pocos metros del Flatiron se despliega el Madison Square Park (ver “Postales (II)”) y el paseante, que va adentrándose en el Midtown se ve engullido por los rascacielos, el tráfico, el ruido y por la masa creciente de gente, el neoyorquino casi siempre a ritmo ligero. Neones diurnos, circulación, muchedumbre, ritmo apresurado, paso en volandas, bocado rápido, trago apuradorisas, voces, bocinas, sirenas, rascacielos, color, semáforos y carteles que cuelgan precariamente de cables y bailan al viento... vida.


La Séptima, una de las arterias con más color y movimiento

La calle 42, una de las principales vías transversales, paisaje de hierro y metal. 
La Gran Serpiente de hierro que vuela sobre la vía conduce a la Terminal de Autobuses. En Nueva York, por mucha circulación que exista, no hay peligro de atropello. A uno le puede cambiar de verde a rojo mientras cruza una ancha avenida que el coche arranca poco a poco y espera paciente. Todo un detalle. "Zankiu".

miércoles, 2 de abril de 2014

Postales (V): Snakes. La serpiente en la Manzana




Ando casi deambulando por la calle 8. Camino hacia el oeste, pero la zona no ofrece mucho interés, de modo que vuelvo sobre mis pasos para dirigirme hacia el East Village, zona residencial de pequeños edificios con semisótanos en los que abundan coquetos comercios como tiendas de ropa, discos, fetiches, coleccionismo, cómics, antigüedades, rarezas, personajes de culto en forma de muñecos que no han salido de sus cajas de plástico y cuestan un ojo de la cara... En esto me topo con tres o cuatro jóvenes que portan dos serpientes, para atracción de los curiosos, una blanca y otra que tiene unos preciosos dibujos redondeaditos. Siempre hipnótico este animal. Los chicos andan bacilando, sobre todo a las chicas, “¿quieres?” y extienden la serpiente. Entonces las caras de susto, risitas, grititos, aspavientos, el “aynosé”, las huidas a paso apresurado, el “nometoqueees” y el alboroto. En algunos casos, la aceptación del reto "venga, que sí" y "tú primero" con más o menos indecisión. Se forma un pequeño corro. Hay quienes sopesan qué hacer e imagino descabelladas hipótesis sobre lo que puede pasar, "no veas", todo en espontánea miniasamblea de amigas. No entiendo los comentarios pero imagino los "y si te muerde", "a lo mejor te estruja", "yo la tiro al suelo", "no que es peor". Vaya por delante que me animo porque estamos donde estamos y veo a los muchachotes que van tan campantes con sus serpientes al cuello, que yo me encuentro a este bicho en mitad del Orinoco y salgo de la selva a una leche que ahora todavía estoy corriendo.
Una vez aceptado el reto, el mismo chico te advierte que le dejes manipular a él y que no hagas movimientos bruscos, te coloca la serpiente al cuello y te dice cuándo la puedes tocar y acariciar. Pesa más de lo que pensaba. Con una mano la sujeto (la serpiente) y con la otra la acaricio. Piel suave, muy suave y sedosa. Brilla. La pobre se deja hacer pero se yergue -apenas la sujeto con la mano derecha- y estira lentamente el cuello en dirección a su dueño mientras exhibe la lengua viperina. Parece que le echa de menos. Veo que tiene su corazoncito, serpiente de ciudad, y que no es una “constrictor” que me va a despachurrar. Quizá me toma la medida al contacto y se da cuenta de que ya estoy bastante despachurrado. El préstamo gentil de serpiente se cambia por propina y suelto un dólar, el “billete calderilla” que aquí siempre tienen a mano envuelto en gruesos fajos para irlos soltando a ritmo más o menos alegre. Ese concepto de “billete calderilla” que en Estados Unidos está a la orden del día y que, si no lo retiran, acabaremos conociendo aquí con el azulito de cinco euros. Al tiempo.
Ahí se van los chavales, con sus serpientes provocando expectación a su paso. Los reyes del mambo, en la 8th street.