viernes, 11 de abril de 2014

Postales (VII): Luciérnagas urbanas



Me despierto para ir al baño. Miro el despertador. Son las 3:40 de la mañana. Estoy en la habitación del hotel, con ese sabor agridulce de no estar en mi propia cama pero entre sábanas limpias, suaves y perfectamente embozadas, una cama definitivamente mejor preparada que la mía. La balanza se decanta del lado de la cama ajena al ser inmediatamente consciente de que estoy en Nueva York y de que entro en un placentero sueño, no al dormirme, sino al despertarme. Antes de incorporarme ya percibo los ecos de la ciudad, amortiguados por la altura, por el cristal de la ventana cerrada y por el ritmo más tranquilo bajo el manto nocturno. Ayer la alarma corporal se disparó a las 4:00 y mañana podrá ser a cualquier otra hora o dormiré del tirón. Sin embargo, siempre continúan incansables los sonidos de los coches, la sirena que emerge tarde o temprano agitando el suave aire nocturno y ese rumor sordo e indeterminado en el que todos los sonidos se entrelazan y ascienden hasta mi habitación. Salgo del baño, me acerco a la ventana y, desde la penumbra de mi estancia, descorro la cortina. Allá abajo percibo la circulación nocturna en las calles de la gran ciudad, más fluida pero incesante en el discurrir de luces blancas y rojas sobre la carretera. Unos pocos neones resisten sin pestañear. Y, por encima de las avenidas y de las calles, lucen como suspendidas las luciérnagas inmóviles y eternas, atrapadas y apretadas en los colosales muros, ligeramente parpadeantes las más lejanas. No hay oscuridad, no hay silencio, no hay descanso; agujeros luminosos en el telón de la noche. La luz escapa por entre los poros de las colmenas metálicas irradiando su vida interior. El paisaje es bello, pero pienso en el otro lado de la realidad, en el lobo con piel de cordero, en los monstruos que relucen en su actividad al servicio de la tiranía económica, en el destructivo culto al materialismo que se ejerce en estos templos de los modernos mercaderes, en la descarnada competencia por escalar dentro de las torres de la codicia y unas luces encima de otras, en esas luces (de los) que trepan, en la voracidad que no permite descanso ni distracciones mundanas. En la destructiva avidez. A este lado de la noche regreso a mi reconfortante cama. Fuera gira la maldita peonza. Mañana volveré a saltar a las calles de Nueva York. 

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