Los cocineros trajinan a toda velocidad tras las cristaleras mientras los camareros toman apresurado apunte de las peticiones de los clientes. Me detengo un momento a contemplar el local y pienso que, en la ciudad que muchos consideran el templo de la comida basura, encuentro un lugar en el que todo queda a la vista de la clientela. Pienso en la imagen opuesta, la de las cocinas cerradas a cal y canto a la observación del cliente. No digo que tengan por qué estar a la vista; todo puede depender de la distribución del local, normas de seguridad o de la comodidad de los trabajadores, entre otros factores. La mayoría de las cocinas son inaccesibles a la vista y sirven buenas comidas. Pero unas pocas parecen laboratorios y algunos chefs que se creen estrellas o nada menos que artistas -que están todo el día en cualquier sarao menos en la cocina- se comportan como si ofreciesen fórmulas mágicas servidas en plato y sujetas a Copyright. Es el drama de la denominada Nueva Cocina Vasca, sin ir más lejos, y todo este cansino teatro de pompa y ceremonia. En este punto, algunas cocinas cerradas tienen ribetes de sospecha. Concretemos. Berasategi ha tenido la costumbre de adquirir a proveedores la materia prima más barata y en peores condiciones -me reservo las fuentes, pero haberlas haylas- y me la ha disfrazado y me la ha manipulado para disimular como se disimulaba el sudor con perfume "fusfris" en los pasillos de palacios (pre)napoleónicos. Secretismo, excesiva elaboración y desconocida filigrana a ciento y pico euros el cubierto y "rásquese la cartera oiga".
Recuerdo tascas y mesones donde la manipulación y cocción quedaban, sin problema y en un alarde de generosidad, a la vista del cliente. Como aquí, en el quiosco central de Madison Square Park. Justa y medida elaboración y si algo es(tá) malo, se puede ver y oler. Sin tanta chorrada.
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