miércoles, 5 de marzo de 2014

La cosa de la seguridad (II)

Apenas llevo tres horas en Nueva York. He llegado al hotel -Pennsilvania su nombre- directo desde el JFK, abro la puerta de la habitación, lanzo la maleta al piso alfombrado (fiuuuu) y salgo libre de carga a la Gran Manzana. Me dirijo al sur para cruzar el puente de Brooklyn hasta el otro lado, pero para cuando llego ya ha anochecido y decido que es mejor esperar a otro día para ver los rascacielos de Manhattan desde Brooklyn iluminados por el sol del atardecer. Esas columnas sintéticas de fuego.
Regreso al hotel por Broadway y la Quinta, en una noche sin oscuridad, invadida por luces de neón, faros de coches y reflejos de los locales fuertemente iluminados. Ando ligero y sin cansancio pese al largo viaje, impulsado por el entusiasmo. Camino del hotel pienso en llegar para escribir mis primeras impresiones, quiero escribir un diario de a bordo y enviar periódicamente un resumen a mis familiares y amigos. Después de cruzar Wall Street y Chinatown enfilo alucinado por la Quinta Avenida entre rascacielos. Falta poco para llegar al hotel cuando, a mi derecha, observo el escaparate de un comercio que anuncia con luces de neón servicio de Internet. Los ordenadores se encuentran en el segundo piso, al fondo. El hotel dispone de WiFi pero hay que pagar la conexión y este local me permite el uso gratuito de la red. Además, se encuentra cerca del Pennsilvania. Adentro.
Llevo los auriculares puestos y avanzo por un pasillo largo que se bifurca. A la izquierda, un chino de sesenta para arriba atiende en el mostrador y, a la derecha, otro pasillo conduce a un montón de estanterías con comida. A partir de aquí, todo sucede a la velocidad del rayo y me falta tiempo para asimilar lo que está pasando. Por encima de la música oigo unos gritos, me quito los auriculares, me doy la vuelta y me encuentro un negro de estatura media pero masa de músculos él, que me está increpando. Lleva chapa de seguridad y no para de gritarme y de señalarme la salida de forma agresiva. ¡Go, go, goooo! No entiendo nada y trato de reconducir la situación hablándole suavemente. “What’s the matter?”. Quiero que me ofrezca una explicación. Echo una ojeada al mostrador mientras sigue gritándome. No sé si el chino sesentón es el dueño o un empleado, tampoco sé si está por encima del negro en la jerarquía de aquella jaula de grillos o no lo está. Lo único que observo en él es una actitud pasiva, como comprendiendo que su compañero está realizando su trabajo y me mira indiferente e, incluso, con un ligero desprecio a través de sus ojos rasgados. Comprendo que con el chino no voy a tener problemas pero, desde luego, no me va a ayudar. Vuelvo sobre mis pasos y ya estoy en el umbral de la puerta de la calle, pero insisto con el segurata, que se ha convertido en mi sombra. Quiero comprender qué ha pasado, qué he hecho mal para no volver a repetir la situación. “What’s the problem?”, “the bag?”. Tomo la mochila con las manos y la abro para que husmee en su interior. “The money?” Saco la cartera y le enseño los billetes. Él se calma un poco, pero me niega el acceso a la tienda. “It, it”, es lo único que alcanzo a comprender entre su cascada de palabras rápidas e ininteligibles. “¿It?, ¿comer?, ¿comida?” Insisto pero él se cierra con el “go, go”. Estamos atascados y acabo por desistir. Salgo, sigo calle arriba y, dos meses más tarde, llegaré a San Francisco sin comprender qué demonios sucedió en aquel comercio de la Quinta. Durante tres días entraré en todos los lugares sin los auriculares hasta que enseguida comprendo que aquel episodio fue una excepción. De hecho, no se volvió a repetir. Eso sí, mucho “segurata” por todas partes.

Every step you take, I´ll be watching you
Estados Unidos es país líder en el avance de las nuevas tecnologías. Sin embargo, es raro encontrar arcos detectores en los comercios. Prácticamente en todo el territorio contratan guardas de seguridad que vigilan las entradas y salidas así como los interiores de los locales. Casi todos son negros. Las cámaras se encuentran en los comercios y, a menudo, en las calles. En las zonas residenciales de todo el país proliferan esos ojos de cristal de mirada vacía y vigilancia constante que pretende ser protectora pero que a mí me despierta una sensación amenazante.
En algunas tiendas, prácticamente en todas las de música, hay que dejar la mochila en depósito. En USA, las barreras de la seguridad, las fronteras del temor, delimitan perfectamente los territorios donde la obsesión toma cuerpo en forma de monstruo que ronda el imaginario colectivo. El reino del miedo. La entrada a los capitolios y otros edificios oficiales, aeropuertos o lugares de visita concurridos como museos son puntos calientes donde se ponen en movimiento el ojo que acecha, la mano que cachea y el aparato que chequea. Parece que, en Nueva York, un ataque al Empire State o la estatua de la libertad arrancarían los más dramáticos “omaigod” de sus habitantes, a juzgar por el aparataje de túneles, arcos y escáneres que hay que superar. Paciencia y a la cola. En el caso de la estatua de la Libertad existen dos controles; el primero para montar en el ferry y el segundo ya en la isla, al pie de la estatua. Solo se puede acceder al pedestal y el paso hacia la corona está cerrado desde el 11-S. En el segundo control hay un grupo de argentinas y los guardias de seguridad les interrogan porque llevan mate. Que qué es el mate, preguntan los guardias. Y tú vete a explicarles el asunto del mate. "Laik ti", "laik ti", les digo yo. Miran con cara de "éste ahora qué dice" e inmediatamente me viene esa sensación tan familiar ya de "a qué coño me meto yo en camisa de once varas”. Che, al final pasan con el mate, las pibas.
En la base del Empire State lo mismo, la larga cola con la bandeja para depositar todos los objetos personales que salen de la intimidad de los bolsillos a la luz del resto de turistas y del metódico e incómodo escrutinio de los aparentemente indiferentes ojos de los vigilantes. 
Y así varias veces. Nueva York parece el epicentro de lo vulnerable en la sicosis colectiva. Ninguna ciudad con tanta madeja de túneles, arcos y abre y cierra la muralla. Importante no detenerse en grupos en ciertas zonas.  Cierto día, la presencia de focos y cámaras en la Plaza Rockefeller atrae a los curiosos que se detienen a ver qué sucede. Se trata de un espectáculo con esquiadores, presentaciones, entrevistas y público dentro de la barrera exhibiendo grandes carteles. Los que nos detenemos fuera de la barrera somos invitados a abandonar la zona. "Non stop, non stop, please", nos invita a circular el portero del edificio adyacente.
Más tarde en el viaje, desde Texas hasta California la vigilancia se relaja, casi se deshace con el calor del desierto. Aquí son directamente los militares los que toman territorios para su asentamiento. Aún y todo, en San Francisco asisto a un episodio de “al ladrón, al ladrón” y caza y captura. Paseo por Haigh Street cuando, de pronto, sale de una bocacalle un chico joven corriendo como alma que lleva el diablo. A los pocos segundos aparecen dos guardias de seguridad negros. La persecución se desarrolla Haigh arriba por mitad de la carretera, en ese momento desierta de coches. ¡Qué manera de correr, los negros! y en menos de una cuadra se esfuma la ventaja que había obtenido el perseguido, se abalanzan sobre él y lo inmovilizan en mitad del asfalto. El detenido se revuelve, insulta y patalea. Los guardias lo levantan y lo llevan en volandas a la acera, como si fuera una pluma. El chico grita y uno de los guardias lo retiene en el suelo con el brazo sobre el cuello de su víctima. El guardia permanece encima de él, lo insulta y se recrea en su victoria. Se ve que necesita humillarlo para alimentar su ego. “Fuck you”, no sé qué más y otra vez “Fuck you”. “Fuck you” y venga “Fuck you”. Me parece que estoy en una de Tarantino. La gente aplaude y se ríe, cae sobre el chico el escarnio colectivo. La picota versión moderna. Al cabo de unos minutos, vencido el cuerpo y la voluntad, el detenido se deja manejar por los dos guardias que lo llevan al supermercado de donde salió a la carrera. No sé qué ha robado, sólo pienso que seguramente no es problema de cantidad sino de permiso. La diferencia entre quien tiene permiso para robar y quien no lo tiene. 
Veo todo esto a mi alrededor y me pregunto: ¿A quién protege toda esta seguridad? Y pienso en los mecanismos que pone en marcha el poder para perpetuar el sistema que le favorece.





 Las zonas residenciales están siempre vigiladas [Charlotesville]

 El gran ojo que todo lo vigila [Dallas]

 Calle atestada de coches patrulla en el día del 50 aniversario del asesinato de Kennedy [Dallas]

Cuidado con cometer una felonía, forastero [San Antonio]

Guarda de seguridad persigue, alcanza e inmoviliza a un individuo. 
Expeditivo él [San Francisco]


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