martes, 18 de marzo de 2014

Good night. Tomorrow Never Knows

Llega la noche, la primera noche. Pizza y cerveza para cenar en la habitación y a la cama. Entre sábanas, todavía recuerdo mi primera visión de la ciudad, que se produce a la salida del metro en Penn Station, la 34 con la Séptima. Como alzo la mirada y me encuentro bajo una impresionante acumulación de rascacielos, como un bosque de sequoias metálicas y relucientes, de cristales que reflejan tonos azulados. Más allá el limitado cielo, recortado contra los gigantes de metal y, a pie de calle, me zambullo en el hormigueo de gente y el repentino torpedeo de sonidos de los coches, las voces, los gritos de los vendedores, las sirenas… cada poco esas sirenas infatigables. 
Es lunes por la tarde y lejos queda el domingo por la noche en Donostia, las despedidas en el recuerdo, la cena improvisada en las inmediaciones de la estación de autobuses y los nervios apenas reprimidos. Dejo Donostia y ya en el autobús a Madrid, todo lo pasado queda atrás y el mundo se reduce a una visión por delante, de lo que me depara el futuro más inmediato, como en un viaje cercano a la velocidad de la luz donde el universo visible dejaría de rodearnos para situarse delante de nuestros ojos, en un punto cada vez más cerrado, más pequeño. Todo delante, sólo delante. Tengo esa sensación mientras viajo a Nueva York, en el autobús y, luego, en el avión. En total, han pasado 14 horas desde que dejé aquella estación de autobuses de Donostia, contando con las cinco horas de retraso para adaptarme al horario local. No es mucho tiempo pero aquí, en la 34 con la Séptima, aquella cena con algunos amigos, aquella despedida, quedan muy lejanas. Ángel, aguantando estoicamente una incipiente gastroenteritis delante de un plato de pulpo que deja sin probar. “Anda, vete a casa”, le ánimo. “No, es igual”, resiste.
Luego un viaje que se me hace corto. El aeropuerto es una atopía, uno de esos “no lugares” que describen los antropólogos como lugares impersonales. Si sólo conoces el aeropuerto, no puedes decir que conoces la ciudad. Y, sin embargo, los carteles y la gente en inglés, la gran cantidad de negros, la larga cola frente a los protocolos de seguridad, los empleados dirigiendo de forma enérgica el tránsito de pasajeros “over there, please”, “thank you” hasta la gran sala. Sí, un poco de lectura en el avión y dos películas, “Aladdin” y “Million Dolar Baby” me separan de casa, pero todo es ya diferente ya en el JFK. Dos meses por delante para cruzar USA, diez días para disfrutar de NY. Como cantaban The Beatles, siempre Tomorrow Never Knows. Aquí, enfundado en mis sabanas al otro lado del Atlántico, más que nunca Tomorrow Never Knows, Tomorrow Never Knows, mientras me envuelve el suave velo de Morfeo.

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