viernes, 14 de marzo de 2014

La cosa de la inseguridad (propia)

Jamaica Station. Es el destino más inmediato al salir de JFK para luego dirigirse a Manhattan. Jamaica Station, consigna marcada a machamartillo en la retina de un náufrago que busca su rincón de la tranquilidad en esa isla, dulce soledad entre ocho millones de personas. Territorio desconocido y atrayente. Salgo al exterior del aeropuerto pensando que es la decisión lógica. Mucho meneo fuera, invade el ruido de tráfico y cláxones; multitud de coches, los taxis en marea yellow, ese fluido amarillo que veré en las calles a lo largo de los diez días siguientes -estoy por ponerme en que los taxis andan rozando mayoría absoluta en el cupo representativo del tráfico rodado- y autobuses en el continuo riego entre aeropuerto y ciudad. Es el torrente humano, rápido, circulando en los canales asfálticos perfectamente (des)organizados para el que (des)conoce la mecánica entrópica de este cordón umbilical con doble dirección que une JFK - NY - JFK. El caso es que para tomar el tren no es necesario salir del aeropuerto. Otra vez adentro. Al principio todo es fácil. Se trata de tomar una única línea circular que deja al viajero en la estación que le interesa según se dirija a Manhattan, Brooklyn, Nueva Jersey u otros destinos. 
Para acabar en Manhattan, lo dicho, Jamaica Station. Este punto con nombre paradisíaco es la puerta de la locura. A partir de aquí hay que abonar el servicio; las máquinas que abren la barrera de acceso al paso de la tarjeta. ¿Y la tarjeta? “Ticket, please?” “In the machine”, me responde un usuario apresuradamente. No sé si posteriormente me vale también para el metro. El hombre del quiosco más próximo me lo aclara mientras se esfuerza por hacerse entender ante mí, turista “noenglish” con trajín de maletas y cara de pasmado, pobre. “No subway, no subway. Only Amtrak. No subway”, movimiento repetido y vehemente de brazos a media altura hacia afuera. Gesto definitivo. Vale, “no metro” pues.
Y entonces el lío de la “machine” y una pantallita toda ella en inglés, sin la menor probabilidad de atención (al) paciente y que me oriente, sin feedback, sin pregunta respuesta, sin posible interpelación, no ya charla. Muda, impasible la “machine”. Veo a los usuarios, muchos y a toda prisa, con movimientos casi tan mecánicos como los del aparato expendedor. Como para interrumpirles en su ritmo tan repetitivamente cotidiano y tan cotidianamente repetitivo. Aquí todo es fluido y un torpe como yo que se para, mira, duda, se rasca, señala y se pone a preguntar sólo puede generar retrasos, pequeño caos y exasperación. Un puñetero coágulo en la incontenible circulación periférica. Así que hago uso del fabuloso desarrollo de la imitación por parte del “homo sapiens” frente al exasperante método “ensayo-error” del resto del reino animal y cumplo con las tres fases necesarias para lograr desenvolverse mínimamente en territorio hostil; observación, planificación y ejecución. Observo a los usuarios en el manejo de la “machine”, siempre tener claro donde se encuentra la ranura para meter billete o tarjeta de crédito, luego los tipos de billete que se pueden introducir y las opciones que ofrece la pantalla (el meollo) y, por fin, la elección adecuada; planifico mis movimientos con recogida de maletas, “sorry, sorry”, incorporación a la cola más larga porque me permite seguir observando (el exceso de confianza puede pagarse con resultados fatales), avance inexorable en la cola y rascado de cartera en busca del precio justo o del billete adecuado no vaya a ser que no haya cambios de 10, 20 o 50; y, por fin, ejecución, ahí delante de la “machine” en la hora de la verdad, yo el primero y una cola constante de diez metros a mis espaldas. Un retraso de diez segundos sobre el horario previsto puede alargar la cola cinco metros más y generar impaciencia. Quiero un sólo billete de ida a Manhattan y elijo la modalidad de bono más barata. Miro las posibilidades de precios, bonos, paquetes de ahorro. Lo peor viene antes de darte el billete, cuando la “machine” te somete a ese minitest en el que “elección del idioma”, “tipo de tarjeta” y aquí seis, ocho o diez opciones de bono diario, semanal, mensual, con descuento, sin propina, blanco, amarillo o morado u ofertas con nombre promocional tipo “Morning Smile Card”, “Happy Card”, “Yupi Yupi Price” que ahí la puedes liar pero bien. Como voy de paso me pido la opción “simple”, la barata para un solo viaje y el artefacto metálico escupe la codiciada “tarjetita cartón”. No es complicado, en realidad es como obtener billete en el cercanías de Hernani a Donostia, pero las prisas, el desconocimiento de la lengua y, sobre todo, del territorio lo vuelven a uno estúpido perdido.
Paso del estado del estrés natural del turista al relajo natural del turista, siempre un poco bipolar, el turista. Me dirijo a la barrera e introduzco receloso la tarjeta en la ranura anterior del armario metálico preocupado por hacerlo con la banda magnética del derecho y que no la devuelva con desprecio y otra vez los nervios nerviosos. Veo triunfante la salida por la parte superior del milagroso trocito de papel convertido en ganzúa, lo cojo y “vualá”, la barra metálica cede al avance de la pierna y deja paso a la otra pierna, la mochila colgada del brazo y las dos maletas, una de cada mano. El turista aprendiz de malabarista avanza con movimientos atropellados, aparatosa estampa mientras arrastra el juego de tres bultos que se empeñan en convertir la ley de gravedad en un martirio.
Cruzo la barrera y veo múltiples direcciones para dirigirse a distintas estaciones. Un negro de mediana edad ocupa un banco. Es enorme y sentado ya alcanza casi una estatura media. “Manhattan?”, le pregunto. Me suelta una perorata como de paisano a paisano y creo que nota mi cara de memo, ahí con la corte de maletas a mi alrededor. A estas alturas de la tarde, ya con la camisa por fuera y con la figura un tanto desmadejada, el negro comprende, se compadece y opta por los monosílabos. Todo un detalle. “Elevator. “Down, down”. Me señala un enorme ascensor que parece un montacargas. “Thank you”. El empieza con aspavientos y saludos con la mano “Yes, brother”. Hala, al ascensor con las maletas y la mochila en la chepa. Mientras desciendo metido en el habitáculo de paredes transparentes, el negro me dedica una última despedida pulgar en alto y con una franca sonrisa “allright, allright friend”, que interpreto algo así como un “ánimo, que tú puedes”. El negro desaparece de mi vista y, sin saber por qué, comprendo que no le olvidaré nunca, siempre recordaré aquella primera ayuda cordial, la primera de muchas que recibí después.
En Jamaica Station el sistema Amtrak, la tela de araña que se extiende por la región de Nueva York tiene su centro en Penn Station, mi destino. Penn Station es uno de los nudos principales de la red de metro y Amtrak. Se ubica justo enfrente del Pennsylvania Hotel, lo que convierte mi destino en uno de los emplazamientos mejor situados estratégicamente.

Dirección a la ciudad
En el Amtrak me relajo. El viaje es cómodo y rápido. Desde la salida de JFK se van dibujando los rascacielos en el horizonte, al principio como minúsculas agujas. Van creciendo pero enseguida desaparecen al enfilar por una red de túneles. Estoy bajo tierra.
Sigo por el entramado oscuro, polvoriento, subterráneo y llego a Penn Station. Salgo del vagón, pero sigo avanzando a pie por el subsuelo. En los pasillos del metro se respira el caos de la gran ciudad, la pesada atmósfera con todo el gentío que avanza como multitud de virus (¿inofensivos?) en todas direcciones. “Exit”, miro los carteles y sigo entre riadas de personas, de rostros que se aparecen en cascada delante de mis ojos. Por fin las escaleras hacia la salida de la Séptima y mi primer contacto al aire libre con la ciudad. Multitud de coches, viandantes y mi mirada hacia arriba, el impresionante bosque de rascacielos. Tengo el hotel enfrente, sólo basta cruzar la carretera. La Séptima es ancha y en el primer contacto ya veo la profusión de taxis, ese fluido amarillo que me acompañará todos los días. Espero en el semáforo, verde para peatones y cruzo la ancha avenida junto a una marea de gente que pasa de un lado a otro de la calle. Entro en el hotel y espero en el enorme vestíbulo. Mucha gente en el metro, mucha gente en el hotel, mucha gente en las calles. Por fin, Nueva York y nueve días por delante para recorrer sus calles, plazas, paseos y parques. Más tarde escribiré mis primeras impresiones acerca de la ciudad: 

"Esta gente, en cuanto salen de sus quehaceres llenan las calles y los comercios. Se les nota su afán consumista. Aquí se respira Halloween en el Greenwich Village, con los escaparates llenos de monstruitos y zombies. En mi salsa. Da gusto pasear, con peligro de torticolis de mirar a lo alto, pero todo es una maravilla. Los neoyorquinos andan deprisa, muchos comen mientras van de un lado a otro (hay un montón de puestos de frutas, pizzas, perritos calientes...) y la circulación, aunque mucha y continua, es fluida".

El enorme y continuo entramado cuadriculado, con las avenidas desde la Primera hasta la Décima (de este a oeste) y las calles desde la uno a partir de Greenwich Village hasta la 220 (de sur a norte) es simple y práctico, como casi todo en los estadounidenses. Me gusta la comodidad del metro con los “Uptown” y “Downtown” que indican las direcciones norte y sur. Todo lo demás son números, no hay que memorizar calles. En esta formidable inmersión en el juego de los barcos uno va tejiendo una red ordenada en la que los lugares ocupan lugares precisos y duraderos en la memoria. Mucho más tarde compartiré excursión en el Gran Cañón con una chica que residió en Nueva York. “Vivía en la 52 con la Tercera”, me dice. Cerca de Central Park y del Hotel Astoria, pienso. Es fácil delimitar la zona.
La calle Broadway es la gran arteria diagonal que rompe la cuadrícula de norte a sur. Se trata de una vía muy adecuada para apreciar los contrastes de la ciudad que muda su piel a medida que uno la atraviesa. Broadway es una serpiente que busca el recorrido sinuoso, cambiante a cada cruce con una nueva avenida en su lento avance desde el noroeste hasta el sudeste, delimitada por calles que fijan zonas bien diferenciadas. La primera noche paseo a lo largo de Broadway desde Wall Street hasta la 34 donde se encuentra el hotel. Es un magnífico prólogo de lo que vendrá después en NY y en todo Estados Unidos, esa sacudida de contrastes, ese puzzle multicolor. Broadway solo es el corto pasillo de entrada hacia este inmenso laberinto repleto de muchas y muy diferentes salas.


La ciudad parece tranquila...

...pero no descansa, ni de día...

...ni de noche...

...esa noche iluminada...

Muchos aparcamientos con coches apilados. 
Solución ideal para hacer frente a la falta de espacio







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