domingo, 12 de octubre de 2014

La 42. Una flecha de este a oeste

Las roads movies y, en general, el desfile de películas yanquis que he visto desde que tengo uso de razón son las responsables de mi deseo por viajar a Estados Unidos, a aquel territorio tan vasto y magnífico que hacía (re)lucir el celuloide. La servidumbre de esa colonización cultural a cargo del cine me lleva a dirigirme a Hell’s Kitchen, en la zona oeste de la 42. Es el barrio en  el que viven los protagonistas de “Sleepers”, los cuatro adolescentes que cometen un homicidio involuntario y que acaban en un escalofriante correccional. Me alejo de los rascacielos para llegar a los muelles del Hudson a través de este barrio de aire suburbial con casas bajas, zonas despejadas y viejos edificios que albergan grandes almacenes en las proximidades de las dársenas. Una vez llegado al puerto, el río Hudson establece el límite oeste de Manhattan, más allá del cual se asienta Nueva Jersey, que ofrece un paisaje insulso.
Vuelvo sobre mis pasos para atravesar la isla de oeste a este por la 42, una ruta que ofrece los suficientes atractivos como pasar el día descubriendo la calle y sus alrededores. La ruta es una flecha que atraviesa Manhattan de oeste a este, desde Hell’s Kitchen hasta la imponente sede de la ONU.
Al comenzar el paseo de oeste a este, conviene desviarse a la calle 40. La estación de autobuses ofrece una visón espectacular desde la Novena, con sus pasos voladizos por los que los autobuses penetran en ese gigante metálico de aspecto destartalado que se alza varios pisos. Desde el otro lado, parece un monstruo de hierro de piel retorcida que deja entrever su interior. Este interior es enorme, poco iluminado, viejo pero limpio y unas escaleras mecánicas conducen a la planta superior, un tanto oscura y que alberga varios comercios y una gran cafetería para tomar algo y distraer la aburrida e impaciente espera del viajero. El acceso a las dársenas está prohibido excepto para quien se dispone a montar en los autobuses y la gente espera en diferentes colas, cada usuario frente a su puerta de acceso correspondiente.


El incesante ritmo de entrada y salida de autobuses marca el ritmo diario de este nudo de conexión entre NuevaYork y el resto del país

Grand Central Terminal
Vuelvo a la 42 y más allá de su confluencia con Park Avenue, recién dejado el Parque Bryant, se sitúa Grand Central Terminal, la formidable estación de tren con un inmenso vestíbulo de mármol donde los viajeros se arremolinan alrededor de los paneles informativos y de las taquillas con rejilla de hierro que conservan el aire centenario del emplazamiento. Desde la entrada principal, al fondo se encuentra el acceso a los andenes de este gigante pétreo, la mayor estación de trenes del mundo. A derecha e izquierda, cuatro grandes arcos (dos a cada lado) dan acceso a los pasillos de salida por las cuatro esquinas del vestíbulo. En uno de los laterales, unas escaleras dirigen hacia un piso intermedio donde se sitúa una cafetería con una terraza y, al lado, un espacio similar a una feria de muestras en miniatura de actividad irregular. En uno de los puestos se encuentra Apple, la manzana mordida. Inevitable e irresistible al mismo tiempo, pienso. 
La salida hacia la 42 se realiza a través de un gran mercado y, en su lado norte, la estación aparece flanqueada por el MetLife, uno de los edificios más reconocibles de la Gran Manzana y que sirve de referencia para acudir a la estación por su visibilidad, especialmente para los que avanzan desde el norte de la isla por Park Avenue. El paso a los andenes marca un notable cambio del paisaje; se accede a las terminales desde las cuales comienzan en hilera las rectas vías en un espacio soterrado y viejo. La elegancia del gran vestíbulo y el hormigueo en los túneles luminosos de salida a Park Avenue y Depew dan paso al ambiente decadente de los andenes en este lugar amplio de sólidas paredes, opaco, hermético e iluminado por neones blanco amarillentos. Aquí me vienen a la mente escenas de unas cuántas películas como en un pase de diapositivas. Recuerdo especialmente la incursión a través de las vías de Otis, el sicario del megalómano villano de “Superman”, Lex Luthor, que avanza seguido por un policía hacia la guarida de su jefe. Lo cierto es que no se me ocurre mejor punto de acceso hacia el escondrijo oculto de Luthor desde el bullicioso exterior de la ciudad.
Observo los andenes, que presentan una inusitada tranquilidad en contraste con el movimiento incesante que se produce en el gigantesco vestíbulo. Imagino que la “invasión” de viajeros llega por oleadas. La rapidez de la ciudad, el control exacto del tiempo marcado por la rutina, llegada con el tiempo medido al minuto, las urgencias, al tren de un salto, la salida y la llegada sorteándose unos a otros, un minuto frenético… y de nuevo el silencio hasta otra nueva llegada o partida. Antes de abandonar los andenes miro a lo lejos, donde las vías desaparecen bajo los negros túneles y me pregunto que nuevos planes contra la humanidad estará tramando, ahí en algún sótano cercano, Lex Luthor.



En la Grand Central Terminal contrasta el elegante encanto del vestíbulo de mármol con los andenes de paredes de piedra musgosa y desconchada

Bajo la entrada principal, el primer arco a la izquierda conduce al interior del magnífico mercado. Mucha vida en este recinto amplio y luminoso. Las voces me rodean y cazo al aire palabras sueltas con ese acento tan líquido y vehemente del inglés estadounidense. “Jiaar, tuenifooorrr, alaikit yyeeaaa, jerigouuuu”. En próximos días se convertirá en uno de mis puntos de aprovisionamiento de comida y pienso en todo lo que me llevaría si dispusiera de una cocina. La enorme variedad de ofertas es un reflejo de la variedad étnica de la ciudad, una ciudad cuyo origen queda engullido por la multitud de orígenes de sus habitantes, un mapa lleno de destellos de diferentes colores y tonalidades. (Ad)miro el mercado. Apabulla tanto producto ofrecido a la venta a través de los limpios mostradores de cristal impoluto y cuesta decidirse. Encuentro un pequeño templo del queso y todo lo demás desaparece. Ya tengo picoteo para el hotel.


El mercado anexo a la Grand Central Terminal es un oasis gastronómico

Salgo a las calles de Manhattan para seguir avanzando por la 42. Sigo mi ruta hacia el este y cuatro calles más allá de la Gran Terminal acaba la calle, rematada por el gran edificio de la ONU, sede del gran árbitro mundial que se deja manipular por los mecanismos que dan vida al gigante imperialista yanqui. Ondean decenas de banderas. El gran edificio y el enorme espacio abierto vallado que lo rodea lucen con un aire de solemnidad que me repugna. Pocas veces he observado semejante distancia entre lo que algo simboliza y la cruda realidad. La sociedad de naciones, piedra angular de la intermediación supranacional y, en realidad, tan sometida a la política dominadora estadounidense. Paseo por el exterior, a este lado de la valla. Una amiga me ha recomendado entrar al vestíbulo y dejarse envolver por su aire de solemnidad, pero tanta hipocresía me puede. Llego a la puerta principal, pero me doy la vuelta para volver a penetrar, a través de la 47, en la enorme tripa metálica vuelta hacia el cielo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario