viernes, 5 de septiembre de 2014

Nueva York: Nudos y líneas; la red (IV) -La Quinta-

Por una de esas causalidades (nunca hay casualidad sino siempre causalidad oculta), la Quinta Avenida ofrece cinco puntos a señalar en rojo en el mapa. Dos veces cinco, pues.
De todos modos, el paseo ofrece mucho más porque, en la Quinta, todas las maravillas te salen al paso. Voy al encuentro de esta gran línea trazada con pluma ancha y rebosante de tinta viva, una de las arterias principales de la ciudad. Puestos de perritos y hamburguesas, gente apresurada cruzando las calles, coches deteniéndose en los semáforos y continuando, en una cadencia sincronizada y rítmica, “hombres anuncio” en las esquinas de esta y otras avenidas que elevan con los dos brazos enormes carteles fosforescentes. Los anuncios invitan, flecha a la derecha o a la izquierda, a dejar el torrente de las avenidas para desviarse a tal o cual calle, menos transitadas para acudir a un comercio o a un restaurante. Adelante, paso a paso enfundado en mis cómodas botas. La Quinta continúa ancha, luminosa y vital hacia el sur hasta donde se pierde la vista. Voy impulsado por la curiosidad, propulsado por una ilusión desbordante, maravillado con el paisa(na)je urbano. Adelante.
Mi puerta de entrada es el Complejo Rockefeller, en la intersección con la calle 50, con su gran plaza abierta y rodeada de altos edificios, inalcanzables (ver entrada titulada “Inmensidad y contrastes”).

Patinadores en la pista del Rockefeller Center
El titán de Rockefeller Center, no se sabe si para sostener el mundo 
o para lanzarlo contra el suelo y aplastarlo

El paso por la 42 ofrece la poderosa visión de la Public Library (Bilioteca Pública de Nueva York), un edificio de piedra de tres plantas pero firmemente anclado en el asfalto. Detrás se encuentra el formidable Parque Bryant, un pequeño pulmón que ofrece al paseante un remanso de paz en el corazón de la urbe y que aprovecho para comer, leer o escribir notas de viaje. La biblioteca, de tres plantas, exhibe un suntuoso y espacioso espacio interior de mármol. A falta de WiFi en el hotel (es de pago) visitaré varias veces la enorme y luminosa sala de lectura de la tercera planta. Para hacer uso de los ordenadores hay que dirigirse al funcionario, enseñarle el pasaporte. Él te ofrece un código que hay que insertar en una máquina. Cumplimentado el protocolo, la pantalla te indica el ordenador en el que tienes que sentar. Un máximo de una hora gratuita y, después, tiempo ilimitado siempre que no haya cola. Para imprimir documentos, hay que usar el código con el fin de pagar por cada página. Una vez más, la primera vez me siento como un pulpo en un garaje, con mi inglés muy limitado, intentando descifrar las rápidas explicaciones del funcionario que se muestra indolente víctima de su rutina. A la tercera, repite vocalizando como si estuviese delante de un niño de tres años y yo me rasco la cabeza tratando de comprender. 


La impresionante Biblioteca Pública. Mi primer centro de operaciones para lanzar
mis pequeñas crónicas y organizar mi calendario de visitas.
Siempre estancia breve, que la ciudad amante espera.

La biblioteca me servirá para concentrarme en breves sesiones con el fin de comprar entradas, hacer búsquedas precisas o escribir a los míos a la espera de próximos destinos, moteles con WiFi gratuita que, entonces sí, encontraré a lo largo de todo mi viaje. Desde esta biblioteca enviaré a familiares y amigos las primeras y precarias crónicas de urgencia prácticamente a pie de calle, con la inmediatez de un enviado especial. Y, en las respuestas, desde el principio me llegarán las de Eunate que, a lo largo de todo el periplo, se convertirá en una cronista de incalculable valor para mantenerme bien informado acerca de todo lo que pasa en aquella lejana y querida aldea tan lejos de mí llamada Hernani. Alegres crónicas de palabras saltarinas y tono jocoso, en ocasiones, un paso más allá del surrealismo. Como la vida misma, esa jaula de grillos bautizada Hernani. Cuántas veces me reí en la soledad del motel antes de acostarme, con aquellas “eunatadas”, aquellos dardos perfectamente dirigidos a la diana.

Arriba y abajo
Continuo por la Quinta. A la altura de la 34, se eleva el hermano mayor de Flatiron (ver entrada titulada “Nueva York: Nudos y líneas. La red (I) -Broadway-”), el Empire State. La planta baja es elegante y amplísima y la cola es larga pero discurre rápida. Zona de seguridad y escáner con los operarios pidiendo rapidez a los visitantes, “go, go, go”, cinturones fuera, bolsillos vacíos, “go go go”, el arco aleta con su pitido; vuelta atrás y trajín con las pulseras, colgantes, relojes, instrucciones rápidas, cacheos, recogida apresurada de bolsos, bolsas, mochilas y efectos personales de las bandejas “go, go, go”. Superada la barrera, uno se sitúa frente a media docena de taquillas para adquirir las entradas y los operarios requieren con voz potente “Next please!”. Todo muy rápido y el constante “circulen” que mueve pesadamente la masa con destino al techo de la ciudad.
Más adelante, la fotografía frente al telón verde es el último trámite antes de subir. Se trata de la versión “jappilaif”, con el fotógrafo y su compañero que ordena la cola, coloca para la foto y entonces el empalagoso “yujuuuuuu” para que sonrían los posados y todos con el “yujuuuuuu” y las posturitas. No es para mí y paso de largo ante el lamento aspaventoso y fingido del fotógrafo y su compañero. “Ooohhhh, sorry! Pues sí, sorry, pero a la mierda. A la salida puedes comprar tu propia fotografía sobre un fondo del edificio. Este procedimiento será una constante a lo largo del viaje en los emplazamientos emblemáticos. Qué gusto ese de los yanquis por el exhibicionismo autocomplaciente, pienso yo. Justo delante mío, un matrimonio con dos hijos hablan castellano no latino. Coincidimos en el ascensor e intercambiamos unas pocas palabras de solidaridad mutua. Son de Barcelona, la chica habla un poco de inglés y hace de intérprete con su hermano y sus padres que, como yo, se mueven en terreno desconocido. 
Llegamos hasta el piso 82 desde donde subiremos a otro ascensor que nos llevará definitivamente hasta el 106. “A seguir buen viaje”. “Igualmente”. Y en lo alto, el Empire State ofrece la vista panorámica hacia los cuatro puntos cardinales. Bajo mis pies, las agujas sostenidas por esas colosales jeringuillas arquitectónicas que se estiran y luchan entre sí por llegar más alto. Apenas dejan ver el entramado asfáltico, las largas y estrechas venas por las que circula la marea humana, en coches, transporte público o a pie. Los viandantes son microscópicos y ni se distinguen en las imperceptibles aceras sumidas en las profundidades. Los edificios lo dominan todo, lo muestran todo y, al mismo tiempo, lo ocultan todo.

La vista desde la planta 106 del Empire State lo domina todo,
pero sólo la imaginación acaricia el cielo.

Hay que bajar para recuperar la potencia del latido. Estoy enganchado a la Quinta, uno de los mejores lugares para empaparse del bullicio y de la enormidad de esta gran urbe. Sigo hacia el sur y, después de cruzar la ocho, entro en Washington Square Park. Lo hago por el enorme arco de piedra al estilo Arco de Triunfo de París. Aquí advierto uno de los muchos contrastes que me sorprenderán a lo largo del viaje. La enorme plaza central presidida por una gran fuente está rodeada de bancos corridos donde a esta hora muchos transeúntes se toman un respiro y aprovechar la luz de mediodía en este espacio amplio y abierto. Me siento en un banco para observar a los transeúntes y a la gente sentada: negros, blancos, muchos estudiantes -probablemente de la cercana Universidad de Nueva York- repasando sus notas, parejas compartiendo confidencias, solitarios como yo simplemente observando, ocupados con sus pensamientos o viendo pasar a la gente. Washington Square marca el límite entre el enjambre de rascacielos al norte por la Quinta y la zona despejada de casas bajas del SoHo al sur por la calle Thompson. 



Washington Square Park. Un respiro para mi mente y mis pies en mi carrera de resistencia.
La curiosidad es mi motor

Abandono Washington Square por Thompson, dejo el bullicio para penetrar en un remanso de tranquilidad, un delicioso espacio de casas bajas de ladrillo, con escaleras de incendio en la fachada y árboles en la acera, de paisaje despejado y curiosos comercios, como la pequeña tienda Gran Lebowsky, dedicada al entrañable personaje cinematográfico de los Coen. 

Calle Thompson. Unos metros más atrás queda el estrés del enjambre.
Aquí "los pajaritos cantan, las nubes se levantan"

Volviendo al extremo norte, queda el quinto punto caliente de la Quinta, en la confluencia con la 53. Se trata de la iglesia Saint Thomas. Aparentemente es una iglesia más, pero tiene una peculiaridad sobre la que me alertó Sergio (mexicano que será convenientemente presentado en próximas entregas). En el altar preside la figura de Santo Tomás que, en realidad, no homenajea al apóstol del profeta nazareno, sino a Thomas Jefferson, uno de los “padres de la patria”, firmante y el principal redactor de la Declaración de Independencia de Filadelfia. Los yanquis fabrican sus propios santos laicos y próceres de la patria, a los que erigen una iglesia en pleno Manhattan. Hasta ahí hemos llegado, oiga usted.

La iglesia Saint Thomas. En el altar preside la figura de Thomas.
Aquí Thomas (el santo no, el otro), aquí unos amigos



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