jueves, 13 de febrero de 2014

Gracias compañero

Llego al aeropuerto de Tucson (Arizona) a las 9:00 horas de una soleada mañana de diciembre. Aquí dejaré el Chevrolet Aveo que me ha acompañado durante los últimos 40 días por las carreteras de Estados Unidos. Cuando salí con él desde el garaje de la compañía de alquiler de coches El Álamo, en Manhattan, olía a nuevo. Pequeño y valiente coche gris plateado. Tan pequeño que la maleta no cabía en el maletero y la tenía que llevar en el asiento de atrás, pero con una cabina lo suficientemente espaciosa como para conducir despanzurrado y cómodo con mi 1.85 de estatura. Entonces, el cuentakilómetros marcaba 2.104 millas. Ahora miro el mismo marcador, el disco de la derecha salta por última vez, del 1 al 2. Son 11.632 millas. He recorrido unos 15.000 kilómetros, en cifra redonda, y quince estados de costa a costa en un viaje formidable. Penetro en el aparcamiento cubierto del aeropuerto donde aparecen en fila india los carteles de todas las compañías de coches de alquiler. Leo El Álamo, mi destino, aparco junto a la cabina y abandono el automóvil. Está reluciente. De víspera lo he llevado a un servicio de lavado, donde me han cobrado 20 dólares por limpiarlo a conciencia por fuera y por dentro. Por dentro, ay, por dentro aquello era el caos. 
Es un momento emotivo. Cuando pasas muchos buenos ratos, largos e intensos, quizá los mejores, junto a la máquina, es inevitable crear un vínculo sentimental con ella,  “humanizarla” de alguna manera. Ahí lo miro, sus faros alargados son fieros ojos de gesto decidido. 
Automático, él se preocupaba de todo, de renquear en las subidas y forzar el motor hasta cambiar de marcha, de llevarme suavemente en los perfiles llanos, de rodar infatigable a través de las enormes rectas de hasta 50 kilómetros en Oklahoma, Nuevo Mexico o Arizona, de soportar hasta diez grados bajo cero o de hacer girar incansablemente las cubiertas desnudas al contacto con el asfalto helado de las Montañas Wichita. Hasta que lo calcé, pobre, con cadenas para hacerle más llevadera la fatigosa subida por el duro, gélido, blanco y brillante firme en el último tramo de la excursión a través del Parque de las Sequoias. Mi Chevrolet, avanzando empecinadamente bajo aquellos impasibles gigantes milenarios. Yo sólo me preocupaba de aco(mo)darme bien y conducir grandes tramos con una mano. Y la mente libre, volando al tiempo que él volaba sobre el asfalto.
Ahora, la cordialidad del empleado que lo recoge no está exenta de cierta indiferencia. Es su trabajo, pienso. Aparcará decenas de coches en una jornada laboral. En toda su trayectoria puede que hayan sido cientos o miles. Y llega mi Chevrolet. Uno más para él, pero no para mí. Le entrego las llaves como si le entregara un pedazo de mi alma. Me beso la palma de la mano y la apoyo suavemente sobre el capó. Gracias compañero. 
Me voy con nostalgia, melancolía porque me despido de mi fiel guía de metal brillante y, en breve, de este maravilloso viaje. Vuelo a San Francisco para permanecer durante cinco días en una de las perlas más brillantes iluminadas por el magnífico sol de California. En SF, una vez más echaré de menos a mi Chevrolet y será en mi visita a la calle Lombard, famosa por las ocho curvas cerradas en bajada en tan sólo 400 metros de recorrido. Subo por la acera y pienso que me hubiera gustado cruzar calle abajo las ocho curvas del demonio con mi Chevrolet, pequeño y manejable. Seguramente, ahora estará sirviendo a otro dueño, conociendo más mundo, quién sabe si de vuelta a cualquiera de los puntos que ya ha visitado conmigo o sufriendo los rigores del invierno en Dakota o Michigan o gozando del cálido clima de Florida. Aquí, en el momento de dejar mi caballo de cuatro ruedas, comienza la evocación del viaje.
De nuevo, gracias compañero.



2 comentarios:

  1. Me ha encantado este comienzo...me quedo con ganas de mas. Espero nuevas entregas.

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